La vieja rockola. Cuando “Panza de Agua” Ayzanoa –nuestro Regente- hizo sonar la campana de salida, en un santiamén los del Quinto Año estábamos disciplinadamente formados, como nunca, listos para salir sin importarnos para nada la salida de las chicas del patio femenino. Estando fuera en ansioso tropel, como los huelguistas mineros de la “compañía”, íbamos pletóricos de entusiasmo a conocer la novedad. Al plantarnos a la puerta del “Bar Café, Carrión” de Mario Robles, en la Plaza Dos de Mayo, no sólo estábamos los de la promoción; nos rodeaba un nutrido grupo de alumnos de otras secciones que expectantes de asombro se aprestaban a admirar aquel portento de modernidad. Entramos, y allí estaba la enorme caja metálica de líneas modernas y audaces, iluminada por brillantes y siempre cambiantes colores de mágicos contrastes. Nadie pronunciaba palabra. Nuestros ojos escrutadores hablaban por nosotros.
En la parte superior, sobre un fondo diamantino de negrura magistral, resaltaban nítidamente las letras doradas de la marca: WURLITZER, nombre que más abajo y en caracteres mucho más grandes, ocupaba toda la dimensión de los parlantes. Los discos que ordenadamente se mostraban en un panel especial eran de 78 revoluciones por minuto, de frágil carbón, con las melodías que en esos momentos deslumbraba a todos. (Mucho tiempo después serían de 45 revoluciones). “Pepe Botellas” precoz ebrieta de cuarto año, nos miraba con cara de satisfacción al comprobar nuestra incredulidad. Inmediatamente, alineados en orden correlativo, dos líneas de teclas luminosas. En la primera, figuraban todas las letras del abecedario y, en la segunda, los números correspondientes: del cero al nueve. Sus combinaciones permitían la selección de la pieza a escucharse. Más abajo, un iluminado panel en el que figuraban con amplitud, el nombre del disco, su género e intérpretes. No había sino que presionar estos botones tras depositar una moneda para que se efectuara el milagro. Nuestro guía, “Pepe Botellas”, sacó del bolsillo una moneda de cincuenta centavos y como un mago que va a realizar un prodigio, la dejó caer en la ranura; al momento se realizó el portento. Un aditamento central, parecido a una paleta, giró parsimoniosamente para ubicar el disco seleccionado; hallado éste, lo recogió y luego de ponerlo en la parte central para su ejecución, volvió al costado donde había estado en el comienzo. La guja reproductora bajó parsimoniosamente sobre el disco y de inmediato surgió la magia de un alegre chorro de sonidos que a todos encandiló. La alegrona voz del “Muñecón de Colombia” con: “Bésame Morenita” se irradió por todo el salón:
Mírame, mírame, quiéreme, bésame morenita
que me estoy muriendo por esa boquita
tan jugosa y fresca, tan coloradita.
como una manzana, dulce y madurita,
que me está diciendo
no muerdas tan duro, no seas goloso
y besa que besa que es más sabroso
y dale un abrazo a tu morenita.
Y me está pidiendo que bese que bese la condenada
y que abrazo sin beso no sabe a nada
así me lo dice mi morenita.
Mírame, bésame, quiéreme morenita.
Nuestro mudo asombro se encendió cuando “Pepe Botellas” largó a bailar con su estilo “chonguero” y contagiante. Todos llevábamos el ritmo sobre libros y cuadernos. Hasta el “Opalong”, Pablo Pucuhuanca Maquera, -tozudo cholo puneño- estaba emocionado. Corsino Santiago Valle comenzó a bailar con su archirival y declarado enemigo, el “Espinita” Rafael Torres Peña –Ese día estaban juntos pero no para trompearse sino para bailar- también estaban Chop – Chop Martínez, Juanito Rodríguez Munguía, “Chino” Campoa, Cipriano Colqui Robles, Ángel Madrid Marrull. Sentíamos que la orquesta estaba allí, con nosotros, en la intimidad de aquel cerreño café.
¡Qué emoción!
Por aquellos días, la Sonora Matancera campeaba triunfal en la preferencia estudiantil. Cómo olvidar, por ejemplo, a Bienvenido Granda cantando, “Angustia”, o al “inquieto anacobero” Daniel Santos en, “Virgen de Medianoche” o a Carlos Argentino con “Apambichao”, o a aquella voz inquieta de la novísima Celia Cruz, o la melosa de Olga Chorens; es decir todas las estrellas de la Sonora: Nelson Pinedo, Vicentico Valdez, Bobby Capó, Alberto Beltrán… Los “templados” también tenían lo suyo. Los Panchos a la cabeza, Los Tres Diamantes, Nicolás Urcelay, Gregorio Barrios, Leo Marini, Genaro Salinas, Fernando Albuerne, Luis Alberto del Paraná.
Reforzados por las películas que proyectaba el “Grau”, Pedro Infante encandilándonos con “Flor sin retoño” o “Cien años”; Miguel Aceves Mejía y sus extraordinarios falsetes; la magistral Lola Beltrán que encumbró a José Alfredo Jiménez, especialmente con “Cucurrucucú paloma” y “Corazón, corazón”. Es decir, canciones para todas las preferencias. No está demás decir que, deslumbrados por la calidad del sonido, pasamos un buen rato de escuchas en aquel magistral desfile de estrellas. Todos nos convertimos en admiradores de este milagroso aparato al que llamaban Rockola. Creo que Mario Robles se llenó de plata en muy corto tiempo porque, desde las primeras horas de la mañana hasta muy pasada la medianoche, el aparato no dejaba de sonar. En poco tiempo otros establecimientos trajeron sus armatostes sonoros con gran espectacularidad: “Las Camelias”, “La Cabaña”, el “Bolívar”, “El Farolito”, “Tres Estrellas”.
Alentados por las ventas obtenidas, los agentes de la Wurlitzer, visitaron el burdel llevando consigo otro enorme aparato de colores chuchumecones y formas más atrevidas y escandalosas. Estaban convencidos que ése era el aparato apropiado para el lupanar. Frente a la Mami que tenía una actitud de “No quiero nada”, el más vejancón y apuesto de los vendedores soltó un “floro” convincente, detallando las inmejorables ventajas del aparato; para hacer más contundente la exhibición, la instalaron en el entarimado donde hasta la noche anterior el “Conjunto Estable” del burdel animaba los amartelamientos chongueros. El aparato se iluminó con extrañas y cambiantes luces esplendentes, semejante a marquesinas espectaculares de cines norteamericanos. El impacto fue instantáneo.
La Mami y sus pupilas miraban asombradas el espectáculo de la rockola. Cuando la rockola comenzó a sonar, los ojos de las curiosas parecían que irían a salírsele de sus órbitas. De inmediato, como prodigio de “La mil y una noches”, la orquesta “Billo´s Caracas Boys” inundó la estancia prestando marco a la voz incomparable del tenor venezolano Alfredo Sadel. Los ojos de la Mami se encharcaron de nostalgia cuando escuchó los primeros compases de “Damisela Encantadora”. ¡Qué viejas saudades no se agolparían en la mente de la vieja mujer que tuvo que regarlas con lágrimas vivas y abundantes!. Cuando terminó la canción, unánimes aplausos mostraron la total aprobación de las pelanduscas que, emocionadas consolaban a la Mami. Ya no hubo nada qué hacer. El armatoste quedaría allí “per sécula seculorum” y ya nadie habría de moverlo.
Aquel fue el día más triste para “Trapito” Rodríguez y compañía. Cuando llegaron con el entusiasmo de siempre, se toparon con la más grande sorpresa de su vida. En el lugar donde hasta el día anterior estaba el piano, -negro y lustroso-ahora lo ocupaba un extraño y mayúsculo aparato de colores escandalosos. Por largo rato estuvieron mudos de dolorosa premonición. La “Mami” –haciendo de tripas corazón- cumplió con informarles muy compungida que, en la necesidad de adecuarse a la modernidad, se veían obligadas a instalar la rockola y que, a partir de esa noche, ya no requerirían sus servicios. No dijo más. Un apretón de manos cerró el trato. Los músicos fueron al bar acompañados de las niñas que solidarias, sentían el cambio que entonces comenzaba en sus vidas.
Omara, poniéndole el brazo sobre los hombros le dijo a “Trapito”: “Hay que tener coraje para afrontar todo lo que se presenta. No olvides lo que Leonidas Yerovi decía al respecto: “Cuando ames a una mujer// ámala de tal manera// que la dejes de querer// cuando ella ya no te quiera”. Lo propio hizo Malena, Simona, la Limeña, la “negra” María, Norma y Vilma. En silencio apuraron sendas copas de cognac y se retiraron. Los ojos del “Trapito” brillaban, húmedos. Con las manos temblorosas y las lágrimas pugnando brotar de sus ojos, pensó muy apesadumbrado. Habían dejado gran parte de su juventud dando vida a las noches burdeleras; ahora que no los necesitaban, lo echaban como trastos inservibles. A partir de entonces, el pianista “Trapito” Rodríguez, tuvo que convertirse en florista encargado de confeccionar las coronas mortuorias de los obituarios citadinos. Diariamente, desde las primeras horas se le veía a las puertas del Hospital Carrión, esperando los decesos para atenderlos. Se hizo íntimo del “Cura Bolo”. Los dos participaban de parecida inquietud. “Cara de Mango”, -la primera voz- descubrió tardíamente que no tenía ninguna otra habilidad para sobrevivir; al final, terminó de ayudante de mecánico en el taller de Lasteros; el “Tuerto” Rojas, tras guardar el piano en un rincón del patio donde acabó de arruinarse, se dedicó a reparar los somieres y camas de las chicas. No quiso abandonar el burdel. Alternaba esta ocupación con la de ayudante en una empresa de Transportes. Ya eran otros tiempos. En ese momento comenzaba otra etapa en el lupanar y en la ciudad.
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