La leyenda de Paucartambo

La leyenda de Paucartambo

Esto sucedió hace miles de años. La ubérrima quebrada de Paucartambo estaba convertida en una extensión mustia y agonizante por un castigo del dios sol. Hasta entonces había sido el lugar de tránsito y de pascana para los viajeros que se aventuraban a llegar a este límite de tierras conocidas como residencia de los salvajes indios infieles, los “Chunchos”. Ahora los árboles resecos, muertos en posiciones grotescas, lucían sus tallos deformes; las piedras emergiendo sobre una interminable extensión terrosa y estéril daban la impresión de un yermo gigantesco. Silencio absoluto donde ya no se escuchaban ni trinos, ni cantos de vistosas aves ayer numerosas. Las escasas aguas del río Negro convertidas en una barrosa sustancia parecida al petróleo reptaban entre las piedras y raíces tratando infructuosamente de humedecer la gleba cuarteada del páramo moribundo. Desde la cumbre del legendario mirador Capilla –límite entre Carhuamayo y Paucartambo- se podía apreciar un manto impenetrable de oscuridad envolviéndolo todo. Ni un rayo de sol podía filtrarse por aquella cortina asesina. El día y la noche eran una misma cosa en aquel lugar. La muerte se había apoltronado en esa extensión tétrica donde la luz y el calor de los rayos del sol estaban proscritos.

Así transcurrieron muchos, muchísimos años.

Un día soleado, a extramuros del pueblo de Paucartambo apareció un desmedrado anciano de solemne mirada que aseguró ser sobreviviente de aquella tierra castigada y que, como testigo, había permanecido en el lugar. Relató con lujo de detalles la manera cómo los habitantes de su comarca castigada habían faltado al dios sol. Que tanto había sido el desatino y la soberbia de los habitantes que el sol, cansado de tanto salvajismo determinó castigarlos. “Efectivamente – dijo el anciano- los gentiles que poblaron estas tierras eran tan malos que, llevados por el odio fratricida, pasaron muchos años guerreando y matándose entre ellos. Los Centinelas eran los más crueles porque llegaban a esclavizar a sus enemigos rendidos; lo mismo hacían los Yarhuay, Huagaichau, Awquivilcas, Sundormarca,… Todo el ámbito de estas tierras se cubrió de sangre, de odio y de muerte: Capilla, Aunquigoyash, Huamparac, Mullay, Sundormarca, Gasacyacu, Aquivilca, Centinela, Chuchihuahín, Uchumarca, Yarhuay, Auquimarca y Chinche.

Entonces el dios sol, enojadísimo por la sanguinaria ocurrencia de los crueles sucesos, decidió castigar a los gentiles. Primeramente desató una lluvia pertinaz y salvaje que estuvo cayendo día y noche inundando los campos hasta entonces feraces. Los ríos furiosamente cargados discurriendo en riadas asesinas arrastraron sembríos, casas, hombres y animales. Cuando el diluvio cesó, los sobrevivientes lejos de apoyarse recíprocamente, continuaron con sus crueles luchas fratricidas que habían originado aquella hecatombe. Así las cosas, en el paroxismo de la cólera, decidió un severo castigo a fin de escarmentar a estos salvajes. Aparecieron entonces dos soles quemantes en el firmamento produciendo una evaporación masiva que terminó calcinando todo lo que quedaba en tierra. Es más, todo vestigio de vida quedó convertido en cenizas. Terminado este infierno, los soles se alejaron y sobre la zona y en un santiamén la tierra se cubrió de sombras y, espantados, hombres, mujeres y niños huyeron despavoridos hacia tierras selváticas; los que no alcanzaron la bendición de la huida murieron convertidos en ceniza conjuntamente con sus animales

Conmovido, el anciano aseguró que felizmente el plazo se había cumplido y que esos días daría una señal de su poder. Sólo había que esperar.

Una mañana, todos los verdes campos de la Capilla hasta Carhuamayo y Junín quedaron convertidos en una alfombra reseca. Durante aquella noche había caído una inmisericorde helada que terminó por matar todos los pastizales de la alta meseta de Bombón. “¡Esa es la señal!” dijo el anciano. “El sol nos ha mostrado su poder”. “En este momento sopesará si su cólera se ha disipado y pueda redimir a esta comarca”. Los hombres y mujeres que se habían refugiado en La Capilla, le rogaron de tal manera que el anciano aceptó interceder por la vida del pueblo. Con ese motivo subió a la parte más alta del mirador y allí habló con el sol. Lo que se supo después fue que el sol, conforme con el castigo que había impuesto a esa tierra y aceptando el pedido de sus gentes, los redimió de sus culpas y levantó el castigo después de muchos años.

Entonces generosos los rayos del sol iluminaron el monte de Paucartambo antes agónico dotándole de vida; las aguas, ayer escasas, comenzaron a discurrir en abundancia regando los más íntimos rincones del monte; el verdor volvió al campo propiciando la abundancia de maíz, papas, arvejas y calabazas; afloraron los arbustos de arrayán con sus flores en racimos y sus frutos azulosos, volvieron a crecer las azulencas y atractivas salvias alternando con el verde matico, los bellos zapatitos blancos, los racimos de zarcillos formando enormes velos de novia; hojas de calaguala aquí y allá en alternancia con los decorativos helechos de tamaños y formas diferentes y todas las encañadas y las orillas de los riachuelos estaban guarecidos de enhiestas chagllas; y en los lugares inaccesibles y peligrosos, el picahuay, símbolo del amor, con sus enigmáticas y bellas florescencias. Hombres y animales volvieron a holgar por aquellas extensiones. El viejo no volvió pero, cumpliendo el encargo del sol, ha quedado convertido en una gigantesca montaña en Paucartambo desde donde vigila que las gentes cumplan su deber. Desde esa vez, el dios Páucar, -cariñoso anfitrión para los que visitan estos parajes- recostado sobre los montes donde se le puede ver claramente, vigila al pueblo a fin de que cumpla con su obligación.

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