La leyenda de la ninfa Amuesha. Cuando se llega a Oxapampa –esmeralda viviente del territorio pasqueño- uno es recibido por un cálido paisaje maravilloso y edénico. El río que lo riega discurriendo rumoroso y azufrado separa a Oxapampa de Chontabamba. En estas verdes inmensidades cubiertas de gigantescos árboles de cedro, pino, nogal, jacarandá, caoba y mohena, se asentó hace centenares de años, el aguerrido pueblo Amuesha.
Cuando el sol, descorriendo las nubes que forman amenazadoras camanchacas, ilumina el cielo oxapampino, puede distinguirse recortando el horizonte montañoso, la silueta yaciente de una hermosa mujer dormida. Allí está ella nítidamente tirada cara al cielo. Las suaves curvas de su rostro joven, la agresiva prominencia de sus senos núbiles y erectos, los contornos de sus muslos y piernas poderosas, conforman el perfil de una atractiva belleza indígena. De ella ha quedado, fresca como el aroma de la orquídea, una leyenda que emocionadas las abuelas cuentan a sus nietos.
Dice que un aguerrido guerrero casado con la más bella mujer de los contornos, esperaba ansioso la llegada del fruto de su amor. Sus sueños se poblaron de esperanzas y augurios. Fantaseaba con tener un hijo tan poderoso que conservara invictas sus inmensas heredades; tan diligente que atesorara feraces esos campos ilimitados; tan bondadoso que se condoliera de sus gentes; pero sobre todo, tan valiente que no se dejara vencer por las adversidades. Por eso fue enorme su alegría cuando sus manos temblorosas sintieron el palpitar de la vida que venía y quiso compartir la buena nueva con el resto del mundo.
Sus sueños fueron tantos y tan desproporcionados que cuando el agudo vagido del recién nacido repercutió en los confines de la jungla, su corazón esperanzado dio un gran salto de alegría. Su júbilo duró poco. Cuando lo tuvo en sus brazos comprobó que no era el poderoso heredero que esperaba. Era una mujer. Junto al llanto de la niña, su corazón comenzó a lamentar sus frustraciones.
Los días transcurrían y la soledad, cada vez más avasalladora, lo iba aislando terriblemente. No tendría, como había soñado, el ayudante que lo acompañara a sus incursiones en el monte para cobrar las piezas de caza y pesca; no contaría con el brazo fuerte que lo ayudara en la chacra; su fatal pesimismo lo hacía ignorar deliberadamente a la niña que conjuntamente con su madre se sentía marginada. Sumido en su pena ni advirtió que los días iban pasando.
Entretanto la niña iba creciendo. Su cuerpo ayer frágil y pequeño, alto y cimbreante, fue tomando dimensiones de mujer. Cuando caminaba, hacía evocar el paso de los felinos; su “cushma” de geométricos garabatos, como una segunda piel, resaltaba la majestad de sus formas. Su rostro, siempre dulce y sonriente, alcanzó una belleza jamás vista por aquellos cálidos parajes.
Pronto había quedado convertida en mujer.
La noticia cundió por aquellos parajes. Todos los mozos del lugar convocados por el llamado del amor la pretendieron. En vano. Una sola vez correspondió con una sonrisa el regalo de un guerrero amuesha. No obstante que el aguerrido enamorado hiciera espectacular demostración de su fuerza y sus habilidades; que la acosara con la pertinacia de sus ruegos y homenajes, el corazón de la joven quedó invicto. Por fin el guerrero se rindió. Él se fue con el recuerdo de su agradecida sonrisa y ella quedó con un hermoso collar de chaquiras que fue su único adorno. Ella tenía como único afán de su vida, el servir diligentemente a su insatisfecho padre que, después de mucho tiempo, había comprendido que en ella, tenía un tesoro consigo.
Todo el mundo tenía que admirarla cuando, garbosa y ondulante, caminaba por los verduscos senderos del risueño valle. Los niños la admiraban, los hombres la deseaban, los viejos la respetaban; pero todos la querían. Hombres y mujeres. Ella cumpliendo su misión de servicio a su padre, divertida y alegre, iba al río, a las cochas, a las cascadas, a bañarse nadando juguetona. Esa era su más grande pasión: el agua. Ninfa selvática y hermosa, reina del río y de la lluvia, podía pasarse horas enteras jugueteando ondulante y feliz en las profundidades y la superficie de las cochas. El agua era su elemento. Cuando llovía, era una fiesta para ella; salía a corretear por los campos con el sólo deseo de mojarse. Hasta las gotas de rocío que pródigas bañaban las flores y los campos en las madrugadas, eran recogidas con delectación por sus finas manos, blancas y suaves.
Así fue pasando el tiempo. Un día, sin que nadie lo entendiera, un sol terriblemente abrasador comenzó a marchitar los campos; la camanchaca desapareció, las neblinas se esfumaron y enormes cicatrices polvorientas se formaron por donde antes discurriera el río; el Yanachaga enmudeció el bronco tronar de sus cielos; las “pacchas” y las cochas languidecieron y los animales, esqueléticos y sedientos, fueron muriendo inexorablemente. Aquel año, como es natural, los amueshas no hicieron la fiesta de iniciación de las lluvias donde abundaba el masato embriagante, las danzas y canciones lugareñas; tampoco hubo grandes comilonas. La sequía ahogaba a los campos y la tristeza consumía a hombres y animales hambrientos. Consultado el brujo de la tribu, predijo más hambruna, más desgracias y más muerte si no se ofrecía un sacrificio propiciatorio a los dioses ancestrales, caprichosos y vengativos.
La hija del cacique, ninfa de las aguas ahora ausentes, lo comprendió todo en un instante. Aunque ninguna ley la obligaba, ella, la más amada por su gente, la más hermosa doncella de los contornos, decidió inmolarse por su pueblo moribundo. Estaba segura de que los dioses recibirían su ofrenda como el pago justo y oportuno para liberar a su pueblo de la sequía.
Su decisión estaba tomada. Una mañana, ardiente como ascua fogosa, salió de su choza como todos los días. Caminaba, esta vez, raramente dubitativa, como si un tremendo peso le agobiara las espaldas; su dulce rostro no tenía la luminosidad de otros días; una sombra imprecisa de dolor le teñía unas ojeras profundas. Esta fue la última vez que la vieron. No más. Alarmados la buscaron todo el día. Recorrieron caminos, divisaron abismos, otearon farallones y nada. Sólo el eco retumbante devolvía las llamadas de angustia; después todo fue silencio. Por la noche, provistos de humeantes teas, anduvieron caminos con gritos que retumbaban en la espesura.
– ¡Niche… Niche… Niche… Niche!… – Así se llamaba -. Sólo el eco devolviendo las angustias se escuchaba en la negra oscuridad. A la mañana siguiente, -desesperación en los ojos, sequedad en las bocas-, hallaron las chaquiras que envolvían su cuello junto al lago Chontabamba. Mal presagio. Entonces -cuentan los ancianos- como un suspiro, los cielos ayer nomás brillantes, se ensombrecieron de negras cerrazones y en tanto comenzaba a retumbar el Yanachaga, las aguas retornaron pródigas en una lluvia nueva y esperada, pero acompañada de remezones terráqueos, de fumarolas espectaculares, de volcanes ayer dormidos y las aguas azufradas del Oxapampa, bajando impetuoso, retornaba a su cauce. Después de un año de sequía, volvía a llover. Aquella noche, los campos murientes calmaron su sed, los animales supervivientes recobraron la vida. Fue un milagro. Todo en una noche.
Al día siguiente, deshechas ya las nubes, el pueblo amuesha pudo ver estremecido allá en el horizonte, recostado, desnudo y de cara al cielo, el cuerpo de la agraciada criatura. No lo pensaron más. El sacrificio de la Ninfa estaba claro. Ella, bondadosa y noble, se había inmolado para que su pueblo pudiera seguir viviendo.
Pasarán los siglos –dicen los amueshas- pero ella, incólume y hermosa, seguirá recibiendo en su cuerpo desnudo, las aguas vivificantes de la selva que tanto le habían gustado.