Aproximadamente a dos leguas del asiento minero de Atacocha, a la vera del camino de herradura que lo une al Cerro de Pasco, puede verse una caverna de regulares dimensiones que lleva el lóbrego nombre de: “La cueva de las calaveras”. Para explicar su origen, el pueblo ha mantenido -generación tras generación- el relato que hiciera un sirviente negro, testigo único de un espeluznante fratricidio de tres hermanos.
Estos tres jóvenes hermanos –cada uno peor que el otro- eran hijos del más poderoso y diligente minero cerreño del siglo XVIII, don Martín Retuerto. Sus inmensas propiedades habían crecido tanto que bien podía decirse que era el dueño de la Ciudad Real de Minas. Sin embargo, los frutos que le prodigara la fortuna no estaban parejos con los que la naturaleza le había deparado. Cada uno de sus hijos y los tres juntos eran la encarnación de todos los vicios aposentados en esta comarca nivosa. Lujuriosos, bebedores, tahúres, mentirosos, tramposos, cínicos…
La pertinacia de un trabajo agotador que le hacía pasar horas enteras dentro de los socavones, mató al viejo Retuerto. Un día fue encontrado exánime sobre los metales que había acumulado. Sus ojos abiertos, en una terrible interrogante de la nada, resaltaban en su rostro cianótico y barbado. Nadie le lloró. Es más, cumpliendo el encargo de los tres malandrines, fue inmediatamente enterrado en el campo santo de Yanacancha. Los rivales del viejo difunto ¡Cuándo no! se apresuraron a ofrecer reluciente monedas contantes y sonantes por las pertenencias mineras. Ni cortos ni perezosos los tres “deudos” pignoraron yacimientos, ingenios, lumbreras, malacates, herramientas, mulas, avíos, etc. a “precio huevo”, ante la admiración general. Total, los “herederos” estaban felices de haberse desligado del rigor paternal que los hacía inmensamente ricos.
Como es fácil suponer, los dineros de la venta no duraron mucho. Pronto se esfumaron en sedas, afeites y joyas con las que emperifollaron a sus “queridas”, en las báquicas reuniones regadas de chatos de manzanilla, jerez español, coñac, champañas y vinos franceses con los que celebraron a sus amigotes; en las escabrosas sesiones de depravación con las más afamadas hetairas de aquello tiempos y, sobre todo, en los verdes tapetes de los garitos cerreños en los que, sin retirarse de sesiones de días enteros, alternaban en rocambor, trecillo, veintiuno, briscán, criba, cu-cú, imperial, mus, monte, siete y medio, poker, tute, etc. Siendo expertos en oros, copas, espadas y bastos, encontraron a más diestros que ellos. La experiencia la pagaron muy caro. En poco tiempo, como es de suponer, quedaron con los fondos esquilmados.
Así las cosas, en la idea de que un matrimonio ventajoso los sacaría de la ruina final, partieron a la muy noble Ciudad de los Caballeros del León de Huánuco y, una mañana, muy de madrugada, el pueblo los vio salir en compañía de su único y fiel criado negro.
Cuando los viajeros se hallaban muy cerca de donde más tarde sería Atacocha, fueron sorprendidos por una fuerte ventisca que los hizo cobijarse en una caverna que hallaron a mano: la cueva de las calaveras.
Ya dentro, con el criado cuidando de sus cabalgaduras a la puerta, decidieron echar una mano de dados en tanto la tempestad amainara. En vano. La nieve siguió cayendo toda la tarde. Cerrada la noche encendieron dos viejas lámparas mineras que las colgaron de las paredes del antro; extendieron una frazada sobre la rocosa superficie y, en este improvisado tapete, apuraron los vaivenes de un lance.
Las horas transcurrieron implacables y silenciosas, pero cargadas de una tensión cada vez más sombría y amenazadora.
Codiciosos y taimados “timberos”, se enfrascaron vehementes en el torbellino del juego. Las bolsas con sus contenido argentífero cambiaba de dueño a medida que la blancura cubría los campos; los dados, en sus caprichosas variantes numéricas fueron señalando alternativamente la suerte de los jugadores.
Clareando ya el amanecer, el mayor había logrado adueñarse de las bolsas de sus hermanos que al no tener más que apostar, pusieron sus relucientes puñales sobre el improvisado tapete. Era lo único que les quedaba. En el postrero y definitivo lance, nuevamente la suerte sonrió al mayor. Fue lo último que logró en el juego. Cuando estuvo a punto de coger sus ganancias, los menores lo atacaron a puñaladas. Con los ojos enormemente abiertos por la sorpresa del ataque; la boca torcida en un truncado grito de protesta, cayó desangrándose inconteniblemente.
Dueños ya del codiciado pozo, comenzaron el reparto; pero avarientos, ansiosos de poseer cada cual todo el caudal jugado, se enfrascaron en una agria discusión que desencadenó una brutal reyerta. Con los puñales en ristre, ciegos de codicia y obnubilados de ira, fueron tasajeándose uno al otro, hasta que, exangües y agotados, ambos cayeron definitivamente abatidos.
Los tres murieron cosidos a puñaladas.
Mucho tiempo después los cadáveres fueron encontrados por la gente piadosa del lugar. Los enterraron en la misma caverna, eso sí, después de enterrar los despojos, separaron las calaveras y las colocaron en unos agujeros de la pared, a manera de hornacinas, en donde hasta ahora se hallan. A partir de entonces, los que se atreven a transitar por aquellos andurriales, aseguran que se oyen desgarradores gritos, maldiciones y execraciones. A la medianoche aparecen tres espectros condenados que lloran inconsolablemente.
La confesión hecha por el criado en su lecho de muerte, ha permitido que el pueblo conozca este espeluznante suceso. Ahora ya nadie transita por, la cueva de las calaveras, aquel lugar maldito.