Nunca hubo necesidad de avisarle. El Cura Bolo lo sabía. No sé cómo, pero lo sabía. Era el primero en llegar al velorio cuando la sala mortuoria estaba convenientemente adecuada. Las paredes macabramente oscuras, cubiertas con catafalcos negros de festones dorados. Las únicas luces que iluminaban la estancia eran las del centro de sala y las cuatro de la mesa donde yacía el cuerpo completamente amortajado. Después de saludar a los “dolientes”, ceremoniosamente compungido se ubicaba en un rincón estratégico y, desde allí, puntualmente a cada hora –como un reloj- emitía el acongojado y dramático responso por el difunto. Su repertorio era adecuado para cada caso; la mayoría cantados en latín, como “Laudate”; bueno eso es lo que debía ser, pero él, imitando el habla de los curas alemanes de la ciudad –ripioso y apenas comprensible- pronunciaba los latinajos como si fuera uno más de ellos. En quechua eran principalmente: “Cocha Cuillor”, “Riccharillay”, “Sábana Santa”. Se lucía como dramático cantante de ópera interpretando dolorosa aria. Cuanto se derramaba llanto a raudales, más trágico se ponía. Encendía un velón y llamaba a la viuda y huérfanos cantando con voz quebrada de emoción frente al finado. Demás está decir que los sollozos y desmayos se alternaban. Entonces, estaba contento. Había conseguido conmover a los dolientes que afligidos lo tendrían en cuenta en el momento de reconocer sus servicios.
En tanto transcurriera la hora, él permanecía sentado con los carrillos hinchados de coca, arrojando con parsimonia las volutas de su INCA. Carigordo y amoratado por una marcada policitemia, no se desprendía de su boina negra que sujetaba las desordenadas crines de su cabello rebelde; chompa gruesa de lana con cuello subido, pantalones de “Diablo Fuerte” sobre calzoncillo de bayeta para calentar su cuerpo en esas noches de luctuosa vigilia; pero lo que más lo caracterizaba era su gigantesco abrigo. En pago de sus servicios en la iglesia de Chaupimarca, un gigantesco y corpulento cura alemán le había puesto en sus manos como un regalo. El gabán le quedaba muy grande, pero a él no le importaba. El borde inferior barría el suelo y sólo el enorme zapatón número cuarenta y cinco asomaba por él. Esta descomunal canoa era también regalo del alemán. Había que verlo. Cuando presidía los entierros, iba bamboleándose parsimonioso delante del cortejo, con las manos cruzadas sobre el pecho, sujetando una pequeña botellita de agua bendita con la que asperjaba el ataúd en los rezos de cada descanso. Su voz autoritaria no admitía interrupciones. Su oscuro semblante serio imponía respeto y acatamiento durante el rito fúnebre. Cumplía –en otras palabras- el papel de maestro de ceremonias.
Este era el Cura Bolo.
El pueblo que tiene la virtud de bautizar a sus hijos más queridos, le asignó este mote traído de los pelos en recuerdo de un cura comunista, metido a desfacer entuertos políticos que andaba discurseando arrebatado en las plazas públicas del Perú entero. Él acepto el apodo con mucho afecto. Le había impresionado enormemente la personalidad del verdadero cura Bolo –Salomón Bolo Hidalgo- a su llegada a la ciudad minera aquella tarde en la Plaza Mayor. Sus ojillos miopes contemplaron el recinto popular repleto de bote a bote por admiradores y curiosos que atoraban calles y callejones adyacentes. Con una paciencia que pronto se rompió, esperaban escuchar el mensaje del cura integrante del Frente de Liberación Nacional liderado por el oscuro y desconocido general de nuestro Ejército, Luis Pando Egúzquiza. Después de algunas peroratas de candidatos nativos a cargos congresales en medio de una inquietud manifiesta, el locutor, con inusitados hipérboles presentó a: ¡¡¡Salomón Bolo Hidalgo!!!
Los aplausos y aclamaciones surgieron explosivos de todos los rincones cuando apareció en el balcón con su negra sotana convertida en uniforme de combate. La aclamación general fue estridentemente general cuando cogió el micrófono y dijo: “¡¡¡Hermanos revolucionarios en Cristo!!! No dijo más. No pudo. En ese momento las campanas del la iglesia de Chaupimarca comenzaron a sonar arrebatadas como en casos de incendio, asonada, terremotos y otros acontecimientos inusitados. La gente que esperaba el discurso entendió el complot y comenzó a silbar con todas sus fuerzas, convirtiendo la plaza en un pandemónium. Algunos correligionarios del cura Bolo trataron de entrar en la iglesia pero ésta había sido cerrada bajo siete llaves con todas las trancas corridas en el interior. Imposible de abrir. Asomado al balcón con parsimonia y una sonrisa en los labios, el cura Bolo señalaba que tuvieran paciencia.
El pueblo se calmó. Entonces, todos los circunstantes observaron que las campanas iban perdiendo fogosidad, decayendo paulatinamente, hasta callarse completamente. Era comprensible. El ya viejo sacristán Alcibíades “Alchi” Alvarado, con los brazos rendidos, poco a poco dejó de tocar. En ese momento, triunfante, el cura Bolo redondeó su intervención. ¡Gracias, muchas gracias, hermanos, en Cristo!. ¡En ningún pueblo del Perú se me ha recibido como aquí: con triunfal repique de campanas! ¡Es verdad, todos estamos de acuerdo. El único camino a nuestra redención política es el que traigo de revelarles esta tarde!. A partir de ese instante, con una fluidez sorprendente, el Cura Bolo hizo conocer su programa de gobierno en medio de aplausos, especialmente cuando, arrebatado, maldecía a los “inhumanos capitalistas, explotadores sin sangre en la cara y sin perdón en el cielo”. Cuando terminó de hablar, la gente aplaudió a rabiar porque había colmado su curiosidad e inmediatamente abandonó la plaza acuciada por el frío. El discurso del general Pando Egúzquiza –pésimo orador- lo escucharon solamente los cuatro gatos que conformaban su partido. El caso es que, a partir de ese momento, nuestro vernacular Cura Bolo quedó rebautizado por el resto de sus días, llevando a cuestas el apodo con el que siguió viviendo.
Bueno, después del entierro en el que lucía sus innatas dotes de trágico histrión, se retiraba llevando de los brazos a la viuda y dolientes más conmovidos. Y como era de esperarse, al llegar a la casa mortuoria, la gratificación era espléndida.
Este era su modus vivendi, su profesión. Al comienzo había sido el dolorido acompañante de todos los velorios, pero después ya cabeceaba de rato en rato y, últimamente, ya no aceptaba las copas: “El trago me friega –decía- los oídos me zumban y la cabeza me duele”; sin embargo, la exigencia de los acompañantes y los dolientes le obligaban a beber porque consideraban que era parte del ritual. Fue poniéndose cada vez más cianótico, labios, uñas y rostro, morados. Los labios y venas de su cuerpo se le hincharon; los ojos sanguinolentos resaltaban en su rostro amoratado; sin embargo, siguió cantando los responsos; hasta que una tarde por primera vez no se le vio en un funeral. La gente no comprendió la razón de su ausencia. Aquella tarde lo encontraron muerto sobre las viejas cobijas de su cama. “Ha sido una embolia cerebral” dijeron los médicos tras la autopsia. En la noche lo velaron sus pocos amigos y no hubo ni un solo rezo; al día siguiente, tampoco hubo responso; sólo cuatro amigos llevaron el ataúd que el barrio le había comprado. Los otros cantores no le perdonaron, ni de muerto, el que fuera mejor que ellos.
¡Qué lástima! Él que había acompañado todos los entierros; que había consolado tantos dolores, estaba solo. No tuvo ni un canto, ni un rezo, ni una lágrima. Los que habían pagado sus dolientes misereres ya creían haber cumplido con él. Sin embargo, es posible pensar que cuando llegaba al cementerio en hombros de sus amigos, todas las almas socorridas por su intercesión ante el Señor, habrán elevado hosannas y aleluyas de triunfo que sólo las almas pueden oír y, él, bamboleante, con su abrigo gigantesco y sus zapatos de clown, entre nubes cargadas de tristeza, traspasando las negras cerrazones, habrá llegado feliz hasta el Señor; sin su dolor de cabeza, sin el molesto zumbido que lo mortificaba, sin la carga terrenal de los mezquinos, a gozar de la grandeza divina. Estoy seguro. Lo apostaría.
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?como se llamó este curita tan sinpatico?
Maestro, realmente su pluma nos deja fascinados. Su aporte porque la literatura pasqueña sea conocida, leída, comentada, analizada es de inmenso valor. Le reitero mi gratitud por ser la mente lúcida que marca el derrotero de las jóvenes generaciones en Pasco. Siga publicando, Maestro.
Un abrazo. Que Dios lo bendiga.
Atte, Cilo Rojas Peña.
Recordado Cilo:
Tus palabras me conmueven enormemente. En tanto tenga fuerzas seguiré escribiendo mientras haya personas generosas y amantes de nuestro pueblo, como tú. Un abrazo enorme para tí.
Estimado Cilo:
Si juzgas que puedes utilizar mis trabajos para ilustrar a tuis alumnos, con todo el corazón te autorizo a que lo hagas.
Un abrazo fraternal.
apreciado maestro Cesar Perez Arauco. para mi es un gozo leer este material literario, quien le escribe es uno de sus alunnos del instituto industrial numero 3, yo nunca olvidare sus enseñansas, sabes cuando bostiso me acuerdo siempre de ud ya que no le gustaba que nadie lo hago en su clase, pero sabes que eso era algo contagioso y dificil de contenerse jajajajajajajaa, sabes un pidio en una de sus clases magistrales lo siguiente. que cada uno de nosotros sus alunnos traiga un cuento autoctono de cerro de pasco ud dijo que pregunte a su abuelo o padres, sabes yo pedi a un vecino que le gustava contar cuentos, original de cerro de pasco se llamaba, es idioma del quechua hatoj huarco, una bonita historia de amor, bueno mi nombre es Elias Mendoza ahora radico en venezuela Edo valencia mi correo electronico es eliasmendizabal79@hotmail.com espero con gusto su respuesta, Atte, su apreciado alunno, que nuestro Dios y Padre lo siga bendiciendo con vida y salud.
Recuerdo que mi tio apellidado Suarez, un hombre nacido en 1925, medio hermano de mi padre y mucho mayor que él, a inicios los ochentas cuando éramos chicos hablaba mucho de ese personaje, lo llamaba «el padre bolo» no recuerdo nada mas.