Entre las supersticiones que a través de los años ha ido impregnándose en la conciencia de los mineros, está la referida a la mujer. “Jamás –dicen- bajo ninguna circunstancia, por más dramática que sea, debe permitirse el ingreso de una mujer en la profundidad de la mina”. Este es un precepto terminante. “La mina es terriblemente celosa. Ella sola debe tener contacto con los hombres”. “Si una mujer entra en la mina, ésta se pone celosa y se encabrita como fiera en celo. Buscará ejercer su venganza entre quienes desobedezcan este ancestral mandato de los atávicos mineros”. “Derrumbes, explosiones, gases venenosos, terremotos…serán su manera de manifestarse. Muchos son los casos que la historia registra”.
Uno que nos relató Miguel Rosales Llanos, nuestro viejo y entrañable amigo minero (Se retiró después de trabajar cincuenta años ininterrumpidos en aquellos oquedades siniestras), es el siguiente.
“Junto al contingente de vascos que llegaron a trabajar a nuestras minas a mediados del siglo XIX, estaba uno muy extraño, alto, completamente magro, pero resistente, que pronto concitó la admiración de las cuadrillas de laboreros por su diligencia y cuidado. Comenzó como “tareador” controlando asistencia y producción de los obreros que trabajaban dentro. Muy callado. Desde que entraba en la “labor”, nada lo distraía. Completamente silencioso cumplía rigurosamente las tareas que le asignaran.
Aprovechando un día de ausencia, sus compañeros se enteraron por la ficha laboral correspondiente que su nombre era Juan Recacochea. Que había nacido en Vizcaya. Que tenía treinta años de edad. Que no tenía familiares en la ciudad y sólo estaba inscrito en el consulado español, como tal. Nada más. No pudieron encontrar más datos, pero les intrigaba su forma de ser tan reconcentrado en sí, rodeado de un silencio sepulcral que no rompía bajo ninguna circunstancia. Comenzaron a tejer mil y una conjeturas respecto de su personalidad. Les llama la atención su rostro de rasgos finos en los que sus ojos negros parecían dos carbones contrastando violentamente con su voz dura, de solamente palabras necesarias.
El día que el minero francés, Pierre Armand precisó de personal para trabajar en su mina EL EBRO, en la zona de Cayac Chico, le recomendaron con mucho entusiasmo a Juan Recacochea, diciéndole que era responsable y dedicado a sus labores. Un verdadero minero. Armand no lo pensó dos veces. Lo nombró “capitán” de una cuadrilla de doce hombres, asignándole una zona muy segura de aquel yacimiento de plata.
Su primer día de trabajo, comandando una tropa de trabajo de doce hombres -con él, trece- ocurrió algo impensado. A poco de iniciarse las labores, un tremendo remezón, como salvaje terremoto, removió las entrañas del yacimiento sepultando a los trece hombres en una asfixiante nube de polvo. De nada valió el pronto auxilio de sus compañeros. Nadie podía explicarse la ocurrencia de aquel fenómeno. Su ocurrencia se convirtió en un enigma insoluble porque no había una razón explicable para ello. Se tejieron mil y una conjeturas al respecto. El pueblo habló más de lo debido.
Pasados unos días, todo quedó aclarado. Cuando desnudaron el cuerpo de Recacochea, hallaron unas cintas apretadas que le oprimían la prominencia de los senos hasta hacerlos inadvertidos y al examinar el bajo vientre, descubrieron admirados que estaban ante una mujer. Juan Recacochea era mujer. Una mujer que se había disfrazado de hombre para poder trabajar. Sólo su voz bronca y seca le ayudaba a mantener un aspecto varonil.
– ¡Carajo! –dijo un viejo minero- con razón. Jamás debió entrar en la mina. Era mujer. Enemiga de la mina. No importa el disfraz. Era ¡Machorra!
Desde entonces, en las minas cerreñas jamás se permitió que una mujer (o alguien que lo pareciera) entrara en las oquedades.