El inicio de la Cuaresma siempre fue observado con verdadero recogimiento. Las cuarenta y seis jornadas que se inician el miércoles de ceniza con las que se conmemoran los cuarenta días que Jesucristo ayunó en el desierto, tuvieron especial significado en el pueblo minero. Pasadas las locas jornadas del carnaval, agotados de tanto juego y disipación, hombres y mujeres, se aprestan a obedecer los mandamientos vigentes de la Cuaresma.
El párroco de San Miguel de Chaupimarca, ha hecho circular el programa a cumplirse en Semana Santa con una introducción que dice: “La Santa Cuaresma es el tiempo destinado a restaurar las fuerzas espirituales y sacar al alma de la inercia, indiferencia y olvido en que vive con relación a su Creador y fin último, cuya consecuencia es la suprema aspiración de los hombres de la tierra. De aquí nace para todo hombre el deber de conquistar la vida eterna, mediante la oración, la penitencia y las distintas obras de misericordia: Prácticas esenciales que deben observar en todo el tiempo, pero de un modo especial en la Santa Cuaresma, destinado por la Iglesia Católica para el arrepentimiento y el perdón de las culpas”.
En este ambiente de recogimiento se recibe las efemérides católicas de más impactante significado: Semana Santa. El pueblo minero está de duelo la semana entera. En ella se recuerda los Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Su inicio está fijado para el Domingo de Ramos rememorando su entrada triunfal en la ciudad de Jerusalén cinco días antes de su muerte. Es la semana que precede a la fiesta de la Pascua de Resurrección en la que oración, recogimiento y ayuno deben ser estrictamente observados.
Nadie, por más agnóstico que sea, romperá la tradición del ayuno. Caso de no observarse una férrea abstinencia de alimentos prohibidos, en el comercio citadino se hallará los sustitutos de las carnes rojas. Los comerciantes extranjeros, han importado para la fecha, notable cantidad de Bacalao de Noruega que ricos y pobres consumen durante estos días. También encontrarán variedad de sardinas sevillanas en aceite de oliva, calamares en su tinta, anchoas, y cangrejos en conserva; es decir una variada muestra de enlatados, noruegos y españoles, preferentemente.
Quienes quisieran especies marinas frescas, deberán esperar en la estación del ferrocarril pescados y mariscos enviados de Lima en gigantescas cestas repletas de hielo. Cuando los bolsillos no son pródigos para estas consumiciones, en casa se conformarán con una serie de platos muy típicos, muy nuestros, como el cushuro, una alga redonda con la que se prepara sabrosos picantes; los “pogtes” de zapallo, los “ajiacos” con buena porción de queso, también, cómo no, los “morayes”, grandes chuños blancos, rellenos de queso que puestos al horno son una delicia; las ensaladas de berros y una variedad de dulces de caya, maíz, chuño negro, calabaza, tocosh, cahui y maca. En el mejor de los casos, ranfañote con cocos, nueces, chancaca, queso, etc.
Desde las primeras horas del domingo, en el atrio de la vieja iglesia de Chaupimarca, se topa uno con numerosos vendedores de palmas y ramos venidos de pueblos vecinos como Dos de Mayo y Panao, principalmente. Sus atuendos los denuncian a las claras, especialmente sus “chaplacos”, toscas sandalias con correajes que los aseguran a sus pantorrillas. (En referencia a este tipo de calzados, nosotros siempre les hemos llamado “Chaplacos” a los huanuqueños y personas de la zona; ellos en reciprocidad nos decían “Shucuyes” a los cerreños). Estos son los artesanos que desde días antes han estado tejiendo artísticamente los ramos en una gran variedad de figuras; desde las más simples hasta aquellas que, en primor de filigrana, revelan a artistas populares de gran habilidad. El precio de cada ramo está fijado por el arte y la paciencia con que ha sido tejido; desde unos cuantos centavos hasta un sol.
El caso es que todos los fieles compran sus correspondientes ramos de palmas con los que entrarán en la iglesia. A las once de la mañana, anunciada por las campanas, comienza la celebración solemne con la bendición de palmas y la homilía correspondiente. Finalizada ésta, en un ambiente de fiesta y contento sacan en procesión la imagen del Señor, los fieles la acompañan blandiendo palmas y entonando cánticos religiosos de Hosannas y Aleluyas triunfales.
Los mineros, sus esposas y sus niños, acompañan el cortejo. Las principales calles celebran el paso triunfal del Mesías montado sobre un pollino blanco y gracioso. Aplausos, vivas y cánticos enmarcan la procesión que hace un gran recorrido.
Terminada la fiesta, las palmas benditas son guardadas con reverencia y colocadas en las partes altas de la casa – se tiene por cierto que ellas alejan los males que los enemigos personales puedan hacer-; es más, un ramo pequeño es siempre portado con fe porque, quien lo posea, estará a salvo de rayos y truenos que en esta tierra son mortales. El ramo se utiliza también para ponerlo en manos de un agónico, ayudándole a bien morir. La bendición y milagros de estos ramos, son incontables.
El Lunes Santo, los fieles recuerdan la visita de Jesús a la casa del resucitado Lázaro y la manera cómo, la hermana de éste, ungió de perfumes los pies del Señor y los secó con sus cabellos. Por eso este día muy especial, la misa es celebrada preferentemente para los dolientes. Los pacientes del hospital Carrión, ayudados por enfermeros, están presentes en la santa misa. Éste como los siguientes días santos, se realizará pláticas doctrinales alternadas con sermones morales, trisagio con la exposición de su Divina Majestad, Salve en honor de la Virgen Madre y antes de cada acto, el rezo del Santo Rosario.
El Martes Santo, siempre en completo recogimiento, se efectúa las oraciones y el recorrido de las siete estaciones dentro del templo, guiados por el cura y la colaboración de las numerosas hermandades religiosas de la localidad. Del lunes al viernes santo se efectúa el devotísimo ejercicio del Quinario.
El Miércoles Santo comienzo del gran duelo cristiano, se recuerda el día en que fue sentenciado a morir el divino Nazareno. El dolor de los penitentes es cada vez más dramático. La iglesia ante la asistencia de todos los fieles, celebra el Oficio de las Tinieblas en el que se enciende once cirios colocados en un candelabro triangular que se van apagando sucesivamente al final de cada Salmo. Demás está ponderar el recogimiento con que es acompañado este rito cristiano.
Ahora es jueves santo, Día de Todos los Misterios. El frío intenso ha sosegado al pueblo minero que dando tregua a sus afanes observa un recogimiento inusitado. Desde las primeras horas de la mañana, premunidas de magros fiambres, las familias han ido a recoger abundantes flores silvestres que, en mantas y talegas, llevarán a la procesión nocturna del día siguiente y desde balcones y ventanas las arrojarán sobre el cuerpo inanimado del Divino Maestro, y más tarde, bendecidas ya por la sangre redentora, servirán para frotar los cuerpos de críos asustados y enfermos incurables.
Con las sombras vesperales oscureciendo el ambiente, ataviadas de severísimo luto, las mujeres entran en la iglesia en compungido silencio. Allí están todas. Las del pueblo, esposas, novias, hijas y hermanas de los obreros, con pañolones de Alaska o mantas de Castilla cubriéndoles la cabeza.
Las espléndidas y bellas mujeres extranjeras, españolas, italianas, francesas, inglesas, yugoslavas; esposas e hijas de los ricos mineros, hacendados y comerciantes mayores, llevando vistosos rosarios y libros de rezo en una mano y blancos cirios con festones negros en la otra. Ellas, cumplen un papel importante en todas estas celebraciones luciendo sus lábaros distintivos primorosamente bordados y sus insignias personales, conformando las diversas agrupaciones eclesiales: “La Congregación de los Sagrados Corazones y Adoración Perpetua del Santísimo Sacramento”, “Las Hijas de María”, “La Venerable Tercera Orden Franciscana”, “La Hermandad de Nuestra Señora del Carmen”, “La Hermandad de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro”, “La Hermandad del Niño Jesús de Praga”, “La Hermandad de la Virgen del Tránsito”, “La Hermandad del Beato Martín de Porras”.
Los hombres que las acompañan -raramente silentes- caminan de puntillas no obstante sus pesados zapatones. Allí en la santidad del templo están los que mandan y los que obedecen; los campanudos dueños de los filones y los que los trabajan de sol a sol; cada uno en su lugar, respetuosos y silenciosos; el dolor del Hijo del Hombre los ha reunido en el santo lugar ajeno a las negras galerías mineras, usinas, talleres y oficinas.
El Altar Mayor que ha sido cubierto con un gigantesco paño negro, oculta hornacinas que cobijan a santos menores; el monumento a la Santa Eucaristía preside los actos litúrgicos. Debajo de este túmulo santo, en sendos recipientes de vidrio, el Aceite para los enfermos, el Santo Crisma para el bautizo y, el óleo para los catecúmenos. En su debido momento, todo es bendecido por el sacerdote como parte fundamental del rito vespertino que recuerda los grandes Misterios de la Pasión del Señor. Al leerse la Epístola sacada del capítulo XI de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios, se recuerda la institución del Sacramento de la Santa Eucaristía promulgada por el Nazareno en la Ultima Cena y, el cura remarca, una y otra vez, el crimen y el castigo de los que a ella se acercan indignamente. El lavatorio de los pies de doce mendigos lo efectúa el Vicario Parroquial a imitación de su Maestro y Señor que lavó los pies de sus apóstoles; para finalizar se entregará la llave del Sagrario al Prefecto del Departamento que debe guardarla hasta el día siguiente en que la devolverá al inicio del ritual.
Concluida la Santa Misa, siempre en ordenado recogimiento, el sacerdote guía el itinerario del Santo Rosario. Las voces en sordina entremezclan sus susurros suplicantes. De rato en rato, para mantener activa la vigilia, con su patética voz de bajo, el cura estremece el templo con plañideros motetes gregorianos. Todo, durante el velatorio, es “a capella”; la música instrumental está ausente. Las horas transcurren así, lentas y dolorosas, en las que más de unos ojos se han cubierto de lágrimas. Los cofrades de las diversas instituciones eclesiales asisten religiosamente al acto que transcurre en un recogimiento ejemplar y, al aparecer los primeros rayos del alba, retornan silenciosamente a sus hogares.
Cercano ya el mediodía del Viernes Santo, todo el pueblo- sus autoridades por delante- asisten a escuchar las siete palabras que las difundirá un orador religioso invitado especialmente para la ocasión. Durante el Sermón de las Tres Horas se evocará la agonía del Señor y se meditará profundamente acerca del significado de las siete palabras pronunciadas en la cruz.
Llegada la hora nona, ya muerto el Salvador después de pronunciada sus últimas palabras, cuando las tinieblas cubren al mundo, los integrantes de la cofradía de los Santos Varones, todos ataviados de túnicas y turbantes blancos, auxiliados de escaleras, sogas, tenazas y lienzos, proceden a descolgar el sangrante y descoyuntado cuerpo de Cristo como lo hicieran José de Arimatea y Nicodemo.
Este es un momento muy emocionante. Las mujeres lloran desconsoladas y más de un hombre deja caer gruesos lagrimones por sus mejillas. En silencio reverente, guiados por las conminatorias voces del prioste, los hombres de blanco proceden a colocar el Santo Cadáver en su iluminado féretro de gruesos cristales. Un poco más tarde –no importa que llueva o nieve o el cielo esté encabritado entre ramalazos eléctricos- sacan en procesión los despojos del Salvador que entonces deberá recorrer las calles cerreñas.
Con la lluvia intensa que empapa el féretro, el Divino Nazareno avanza llevado por los recios hombros mineros; hombros broncíneos que cargan metales, que sostienen traqueteantes perforadoras, que empujan coches repletos de metal por las negras galerías; perforistas, troleros, enmaderadores, timbreros, tareadores, wincheros, maquinistas… Nunca mejor llevado el Inmaculado. Hombres que sufren un calvario duro en las oquedades mineras, transportando en hombros al Divino Redentor que ha sufrido como ellos. Estos penitentes, abrigados con gruesas bufandas e impermeables y pellizas de cuero, conducen al Señor por las rúas inundadas.
Los pasos uniformes y acompasados chapalean a veces en los charcos, sin perder la disciplina del avance. Cabezas y cirios se guarecen bajo negras paraguas en tanto fieros ramalazos relampagueantes iluminan la marcha contrita.
Jesús viene por las calles,
todo llagas y dolores,
y con los brazos abiertos,
en busca de pecadores.
Las voces broncas, taladrantes, de extrañas tesituras, compitiendo con los estrepitosos fuetazos del tiempo inundan la noche alternando con la banda de tambores y estridentes clarines. La multitud entona el canoro texto del Miserere. El Divino Redentor, tiene cubierto el cuerpo magullado con un alba túnica que hace resaltar sus pómulos tumefactos y sus sienes laceradas por las agudas púas de la corona del suplicio.
Su gloriosa presencia atenúa rencores, alivia penas, consuela dolores durante la Semana Santa. Las voces engoladas cantan:
¿Hasta cuándo, hijo perdido,
hasta cuándo has de pecar…?
¡No me seas tan ingrato,
llora pues tu iniquidad…!
Escoltando el féretro, los gallardos bomberos de la Cosmopolita con casacas rojas y pantalones blancos, brillantes cascos de bronce y hachas con crespones negros avanzan a imitación de las centurias romanas; en fila paralela, los miembros de la policía con uniformes de gala y armas a la funerala.
También están los “Santos Varones” y los integrantes de otras cofradías.
¿No me ves aquí clavado
con espinas en la sien?
Hijo mío, así me has puesto
con tu negra ingratitud.
Durante el largo recorrido procesional, piadosas mujeres arrojan flores – ayer recogidas – sobre el cuerpo de Cristo. Son las únicas flores heroicas que se atreven a germinar en nuestras alturas. Son las pequeñas “para-para huaytas” de corolas amarillas y naranjas y rojas y lilas que caen desde las ventanas, desde los balcones, desde los altillos. Las abuelas conmovidas aseguran que estas florecillas son las lágrimas de la Dolorosa.
La Santa Virgen María, con el rostro traspasado de dolor y perlado de lágrimas, avanza en hombros de las devotas mujeres cerreñas. Ellas, arrebujadas en sus gruesos pañolones negros, uniforman sus pasos en una lentitud de recogimiento, en tanto sus voces agudas salmodian emotivas canciones en esta Semana Santa.
¡Salve!… ¡Salve!, cantaban, María,
que más pura que Tú, sólo Dios;
y en el cielo una voz repetía:
más que Tú sólo Dios, sólo Dios…!
La afligida Madre Virgen –viva imagen del dolor- va sobre riquísima peana de plata repujada y negro manto de terciopelo negro bordado en oro. Siete puñales de plata le atraviesan el corazón sangrante apenas sostenido por su pálida mano.
Con torrentes de luz que te inundan,
los arcángeles besan tus pies,
las estrellas tu frente circundan,
y hasta Dios complacido te ve.
El terebrante sonido de las matracas acompasa el lento caminar de los cerreños. En cada esquina y debajo de un farol ex profesamente colocado, desafiando la opacidad de la lluvia, el altar o monumento familiar erigido por las piadosas manos femeninas de la casa. Cada uno de ellos iluminado también con lacrimosos cirios, estampitas de flores, rodeados de palmas y olivos santos.
María, Tú eres mi madre,
María, Tú eres mi luz,
María, madre mía,
Yo te doy mi corazón.
Hombres y mujeres, ante la conmovedora presencia de la Dolorosa, han olvidado diferencias, han dado tregua a cotidianos rencores porque sólo Ella, la Paz, está presente en esta Semana Santa.
El sábado, dedicado a la Santísima Virgen María, la iglesia sigue de duelo. A las diez de la mañana el Santo Oficio empieza con la consagración del nuevo fuego; sigue la bendición de los cinco granos de incienso destinados a aplicarse al cirio pascual cuya santificación va seguida de las doce lecciones de la Escritura Sagrada, llamadas Profecías, cuya lectura se alterna con cánticos y oraciones.
Por otra parte, cercana la medianoche del sábado de Semana Santa, parejas de esposos, novios, amigos de barrio y fieles creyentes de nuestro pueblo minero, se dirigirán a las Capillas de los barrios y acompañados de orquestas típicas efectuarán el “Cruz Jorgoy”, que consiste en sacar la cruz para conducirla en procesión al taller del artesano que lo retocará para la “Fiesta de las Cruces” que esa noche tiene inicio.
Al día siguiente, Domingo de Pascua de Resurrección, DOMINICA IN ALBIS, carcajadas de sonoras campanas delatan la alegría del pueblo. ¡Cristo el Señor ha resucitado!. En el desayuno degustarán mórbidos “Panes de Dulce” remojados en apetitosos chocolates cusqueños. Atrás quedan los potajes de “lawitas” y mazamorras, de guisos y frituras con el blanco bacalao de Noruega que los extranjeros importaban a sus tiendas; toda una variedad culinaria para aliviar los obligados ayunos en los que predominaban la abstinencia de la carne; de todas las carnes. Los severos atavíos negros serán nuevamente guardados, – protegidos por bolas de naftalina- en los viejos arcones familiares hasta la próxima Semana Santa.
Se ruega al Divino que, entretanto, no sea necesario sacarlos. Los negros catafalcos de la iglesia serán reemplazados por sendas túnicas blancas; los santos nuevamente asomarán en sus hornacinas. Por la noche, entre la algazara del pueblo, públicamente será quemado el monigote que representa a Judas Iscariote, el maldito traidor y, libres de pecados, hombres y mujeres renovarán sus bríos laboreros y la vida continuará, como siempre.