La suegra mala y sus tres nueras

La suegra mala y sus tres nueras

Hace muchísimos años de este acontecimiento. Había una vieja mujer malísima y mezquina, que tenía tres hijos enormes como eucaliptos, rudos y resistentes como percherones, pero muy débiles de voluntad y carácter. Al enviudar había heredado una casa, muebles, chacras, numerosos animales domésticos y suficiente dinero para afrontar las emergencias que se presentaren. Celosamente los guardaba como si se tratara de su propia vida. La base de toda esta heredad era una boyante mina de plata.

Dominante y empecinada había hecho edificar dos casas más; a la derecha e izquierda de la paterna, para nunca separarse de sus hijos. Ellos ocuparían estas casas cuando tuvieran familia. Sus tres hijos eran diligentes mineros que trabajaban de sol a sol supeditados a su caprichosa voluntad. Cuando el mayor estuvo en edad de casarse llevó a su casa a una muchacha flaca y desgarbada como una estaca, pero hacendosa y activa como la que más; callada y sumisa como un corderito. El hijo, claro, obedeciendo ciegamente la voluntad de su madre, casó con aquel espantajo.

Al día siguiente de los esponsales, cuando los hijos habían ido a trabajar con los primeros rayos del alba, sacó de la troje un enorme balay de papas, un canasto de choclos, un carnero recién degollado, un pellejo lleno de garrapatas, una “puchka”, varias “huayuncas” de maíz seco, una bolsa de medias y otra abundante de ropa sucia. Con todo esto, encaró a la nuera, y con una severidad que no admitía réplica alguna le dijo:

– Nuera: este es tu primer día en la casa, y como comprenderás, el trabajo es lo más digno para una mujer, por lo tanto, la tarea que tienes que cumplir hoy día es ésta: mientras cocinas el almuerzo tratando de no pasarte de sal, desgranarás el maíz de las “huayuncas”, lo molerás en el batán y prepararás la mazamorra; al carnero lo trozarás, lo salarás y lo colgarás de los altos para nuestro charqui; la panza y las tripas las lavarás y tenderás bien; molerás los choclos muy bien y harás humitas, mitad con sal, mitad con azúcar; lavarás este pellejo, lo harás secar, sacarás la lana, la escarmenarás, la hilarás con esta “puchka” y le tejerás unas medias a tu marido con estos moldes, porque tú sabes que en la mina hace mucho frío; con el agua de la gotera, que es abundante y buena, lavarás la ropa de mis hijos y las mías; zurcirás las medias de la familia con mucho cuidado y todo esto lo harás sin perder tiempo.
– Está, bien madrecita.
– Recoge y guarda los huevos que han puesto las gallinas; atiza la bicharra; corta el alcacer del corral y dale de comer a los cuyes; dale maíz a las gallinas y a los patos; limpia el chiquero y dale de comer a los chanchos. Ten mucho cuidado de no echar a perder nada.
– ¡Bien, madrecita!.
– Entretanto, yo me echaré a descansar un poco. Estaré vigilando para que trabajes, porque mi sueño es tan ligero como el de la libre; además tengo un tercer ojo en la nuca que jamás está dormido, ¡Ya lo sabes!.
– Bien, madrecita.

La suegra se tiró sobre el camastro y al rato dormía plácidamente, a pierna suelta. La pobre nuera, aterrorizada por la amenaza y temerosa de enojar a su suegra, se enfrascó en el trabajo con todas las fuerzas que le daba su ser. Sólo al anochecer ya desfalleciente, terminó su dura tarea cuando su marido y sus cuñados llegaban a casa.

Las diarias jornadas cumplidas por la recién casada, la dejaban más muerta que viva. Si cometía algún error, el zurriago de su suegra se lo enmendaba. Para alimentarse recibía algunas papas sancochadas, un poco de cancha y la sopa de la casa. Nada más. Así pasaron algunos años hasta que la suegra, juzgando que su segundo hijo también estaba en edad de casarse, se puso a buscar una mujer que cumpliera los requisitos que sus mezquinos intereses personales determinaran. Por fin la encontró.

La segunda nuera, gorda como un odre, los ojos torcidos y medio tartamuda, era tan esmerada y hacendosa como la primera; la igualaba en trabajo y limpieza, pero la superaba en candidez y debilidad de temperamento.

Como era de esperarse, el segundo hijo casó con la afanosa mujercita siguiendo el mandato de su madre, que alegre, magnificaba las virtudes de la recién desposada. A ésta también la vieja convirtió en su esclava. El trabajo compartido entre las dos nueras fue desde entonces menos pesado. Temerosas del “tercer ojo” de la suegra, trabajaban de sol a sol sin protestar, activas y prolijas, alentándose recíprocamente. Los hijos –como esperaba la vieja- nada decían al respecto.

Así pasaron los años, hasta que por fin ocurrió lo que el refrán dice: “Todo el monte no es de orégano”. El último hijo de la vieja, casó contradiciendo sus indicaciones. Un día se presentó a la casa materna acompañado de una bien parecida y joven mujer. De nada le sirvió a la vieja reclamar y gritar como una condenada. La boda se realizó.

Al día siguiente de las nupcias, cuando los mineros habían marchado a los socavones, la suegra dispuso la faena para las tres nueras, tal como acostumbraba. Una vez que se hubo acostado, las dos primeras al ver que la más joven remoloneaba sin hacer nada, le dijeron:

– ¡No te hagas la desentendida que la madrecita nos mira!.
– ¡¿Quién cree eso?!…yo la veo dormir… ¿Por qué nosotras vamos a trabajar como burras mientras esa ociosa apesta en la cama?.
– ¡Es cierto que ronca! –Dijo la segunda nuera con dificultad –pero ella nos vigila con un ojo que tiene en la nuca… ¡Tú no sabes de lo que es capaz!.
– ¡¿Un ojo en la nuca?!… ¡¿Qué lo ve todo?!…por favor no me hagan reír, inocentes criaturas… ¡¿Ustedes creen eso?!.
– ¡Así es hermana! –Se apresuraron a responder las mayores.
– Bueno, bueno… Allá ustedes si creen esa farsa… ¿Qué hay de comer hoy día?.
– Esta mañana comeremos chupe de ollucos, papas sancochadas y mazamorra de maíz.
– ¡¿No hay nada más?!… ¡¿Carne, huevos, charqui, tocino?!….
– Todo eso hay, pero pertenece a la madrecita.
– ¡Nada!, todo lo que hay aquí nos pertenece a todas por igual… ¡¿No son nuestros maridos los que trabajan?…¿No son ellos los que mantienen esta casa?… ¡¿No somos nosotras la que atendemos la casa?!.
– Sí… pero… – trataron de protestar las tímidas.
– Ustedes no tienen por qué vivir aterrorizadas ni esclavizadas, queridas hermanas… ¡Ahora, se acabó!. …Hoy día y los sucesivos comeremos como reinas. ¡Se acabó la esclavitud!.
– ¡Tú conoces a nuestra madrecita!. ¡Ella es capaz de matarnos! – protestaron las mayores- ¡Ella es muy severa porque a pesar de que cumplimos con nuestras tareas, nos maltrata diariamente sin que nuestros maridos digan nada!.
– ¿Que la vieja las castiga? –Se indignó la menor.
– ¡Claro, nos zurra con una vara muy larga y nos mide los alimentos! –Dijeron las nueras mayores alentadas por la parla de la menor.
– ¿Eso ha hecho siempre?.
– Sí – Respondieron las mayores.
– No tengan miedo. ¡Déjenlo todo por mi cuenta!. ¡Hoy día vamos a comer como reinas y si la vieja pretende castigarnos, nosotras le devolveremos la tunda con el mismo amor!. ¡Le daremos una sola, a cambio de todas las que les ha dado!. ¡Ya lo verán!. Si esto ocurriese, ustedes colaborarán conmigo… ¿No es cierto?… ¡¡¿No es cierto?!!
– Sí, claro, claro –dijeron asustadas las mayores.

Así fue. Mientras la vieja roncaba a pierna suelta, la joven mujer preparó un apetitoso y pantagruélico locro cerreño con grandes tronchas de carne. Floridos granos de cancha con abundante queso mantecoso. Riquísimos tamales de carne de chancho. Para cerrar el banquete; un charquicán con abundante achiote y exquisitas papas amarillas con harto ají. Todo esto, remojado con sabrosa chicha de jora. Cuando hubo terminado de cocinar, llamó a las otras nueras que, vacilantemente temblorosas, se sentaron a la mesa. En menos de una hora, las tres mujeres dieron cuenta completa de los potajes y ahítas y contentas, se quedaron dormidas.

Cuando ya las sombras de la tarde invadían el horizonte, la vieja suegra despertó sobresaltada por el silencio que se había aposentado en la casa. Intrigada se puso de pie y con horror vio que sus tres nueras dormían sosegadamente recostadas sobre las mesas donde se veían numerosos platos diseminados aquí y allá. Con la bilis removiéndole las entrañas, comenzó a lanzar insultos e imprecaciones mortales, en tanto que frenéticamente las castigaba con el zurriago.

Al despertar, las dos primeras quedaron atónitas y mudas. Sólo la menor se le enfrentó osadamente. Loca como una fiera, la vieja descargaba golpes sobre el cuerpo de la joven, la que –fuerte como era- cogió a la suegra por los pelos e inmovilizándola. Ordenó que las otras pegaran a la tirana por los flancos. Las nueras no esperaron más y la emprendieron a golpes contra la vieja abusiva. Una le pegó a más no poder en el costado izquierdo y la otra en el costado derecho. Cuando las mayores quedaron rendidas, la más joven derribó a la vieja por el piso y allí la molió a golpes con una estaca. Como la agraviada lanzaba aterradores gritos, la última nuera cogió una aguja de arriero y untándola de sal, ají y pimienta, infligió múltiples pinchazos en la lengua de la vieja hasta que enmudeció al hinchársele descomunalmente. Débil y desmedrada como era, cayó en trance de muerte.

Las mujeres metieron a la suegra entre las sábanas de bayeta y la cubrieron con gruesas cobijas de lana. Al poco rato, los cansados mineros llegaban a casa.
– ¡No sabes esposo mío, la desgracia que nos ha ocurrido!.- dijo fingidamente atribulada la mayor.
– ¡¿Que ha pasado mujer?! – preguntó el marido.
– ¡Nuestra pobre madre se nos muere!- replicó la segunda.
– Sí, querido –respondió la más joven de las mujeres- De repente se puso mal. Parece que le ha dado un fuerte mal aire porque no puede moverse; ni siquiera logra decir palabra.

Los hijos se precipitaron a la habitación de la suegra y apesadumbrados rodearon el lecho. La vieja estaba hinchada y amoratada como un odre, muda, sin decir palabra, impedida por una gigantesca lengua que parecía un atado de trapos. Sin embargo, haciendo esfuerzos supremos y aprovechando que sus hijos la miraban compungidos, señaló a la mayor de sus nueras y luego se tomó el costado izquierdo; inmediatamente después, apuntó a la segunda e indicó el costado derecho y, señalando a la menor, indicaba constantemente el suelo. Y agobiada por el esfuerzo perdió el conocimiento.

Al observar estas señales los jóvenes se pusieron a llorar sin alcanzar a descifrar lo que había querido decirle su madre. Entonces la menor de las nueras, fingiendo sollozar como una Magdalena, dijo:
– Pero… ¿Es posible que no puedan entender lo que nos quiere decir la madrecita buena?…
– ¡No!- contestaron todos al unísono.
– Pues, nuestra pobre madre, que nos quiere tanto, ha expresado su última voluntad; ustedes lo han visto. Ella quiere que el mayor y su esposa se queden con la casa y las tierras que están al lado derecho; el segundo y su mujer deberá quedarse con las casas y las propiedades del lado izquierdo; y en cuanto a nosotros, que somos los menores, nos deja las propiedades y la casa paterna. ¡Ustedes han visto como señalaba el piso ay… ay… ay –se puso a llorar amargamente.
– ¡Es verdad!…- gritaron- ¡tienes razón! ¡Así lo haremos!.

Fue suficiente.

La vieja, impedida de protestar a viva voz por el reparto, murió congestionada y cianótica, presa de la ira de su impotencia.

A partir de entonces, los hijos vivieron felices con sus mujeres, ocupando la herencia que les correspondía.

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