Es sabido desde siempre que en las negras oquedades de los socavones mineros, habita una interminable cáfila de espectros espeluznantes, muquis, jumpes, almas en pena, más de un fantasma, trasgos, duendes y gimientes seres de ultratumba que vagan solitarios y quejumbrosos por las galerías de la bocaminas, de los farallones, de los “stopes”, de las escaleras. La experiencia de los viejos mineros sentencia que uno nunca debe aventurarse solo por aquellas galerías oscuras bajo el riesgo de darse cara a cara con uno de estos personajes misteriosos, llevándose una lacerante sorpresa y peor recuerdo. Esto es lo que le aconteció al hombre que mediante su trabajo incansable, llegó a amasar una colosal fortuna que a fines de la colonia lo convirtió en el hombre más rico del Perú: Don Manuel Fuentes Ijurra.
Enamorado de los inextricables misterios de la mina, gustaba recorrer los socavones sin ninguna compañía, salvo la de su lámpara minera. Se extasiaba a la sola contemplación de un inacabable florecimiento de fascinantes cristales subterráneos, semejante a mágicos jardines de luces y reverberos, rojos cristitos de arsénico, gualdas alimonados de cinabrio, ambarinos y topacios de silicatos; verdosos cupritos en su infinita variedad de dorado rojizo; magnetitas negras y hematitas rojas, todo en una alucinante sinfonía de colores que Ijurra hacía jugar con las luces pendulares de su lámpara.
Una noche que deambulaba solitario por estos pasajes subterráneos, oyó una fuerte detonación seguido de un ruido indefinible, como de gente avanzando hacia él con el bullicio de turbamulta cada vez más intenso. Armándose de valor decidió afrontar la invasión que no alcanzaba a distinguir. Gritó con todas las fuerzas que le daban sus cerreños pulmones:
– ¡¿Quién anda ahí?!… ¡Identifíquese!… ¡¡¡¿De esta vida o de la otra?!!!… – la pregunta aumentando sus dimensiones, retumbó en la oscuridad. Luego de un silencio sobrecogedor, su lámpara iluminó un negro espectro, un fantasma que avanzaba hacia él con paso cansino. Con el fin de ganar la iniciativa, tragó saliva y volvió a gritar: – ¡¡¿Quién eres tú que osas atacarme con tu gente?!!-
– Soy un minero como tú, y como tú también estoy completamente solo – Respondió una voz cavernosa y profunda, cargada de misterios- Debes saber que yo soy el primer minero que llegó al Cerro de Pasco y al ver tantas riquezas en sus vetas prodigiosas, sin reparar en lo que decía, me atreví a pedirle a Dios que nunca me apartara de estos filones y me dejara trabajar hasta el fin del mundo. Desgraciadamente, Dios Todopoderoso escuchó mis palabras, que no eran un pedido sino una alabanza a tanta riqueza, y en cumplimiento de mi deseo me condenó a seguir por centenares de años una sola y misma veta. Y aquí estoy cumpliendo mi condena, acompañado de este regimiento de fantasmas que no son sino las almas de todos los mineros que quedaron sepultados en la mina. Yo ya no tengo familia y nadie me reconocería si me viera…
– ¡Déjame ver tu cara! –Se aventuró a pedir Ijurra- pueda que yo te reconozca o encuentre un rasgo de familia…
Al oír el pedido, el espectro desembozó la negra capa que lo cubría y dejó ver su faz del tamaño de un puño, reseca como una hoja muerta y arrugada como una esponja, cubierta con una vetusta gorra minera. Ijurra enmudeció. No pudo articular palabra. Volviéndose a cubrir, la tétrica aparición dijo:
– No me conoces –el fantasma avanzó unos pasos más y dijo- Seguiré persiguiendo mi veta por los siglos de los siglos. Mi condena concluirá cuando termine la vida.
Nuevamente esbozado con su capa de siglos, el espectro avanzó lentamente hasta que la oscuridad tragó su imagen y el ruido tenebroso de su séquito de muertos dejando un silencio sobrecogedor en la mina. Desde entonces –aseguran los que lo conocieron- Manuel Fuentes Ijurra jamás volvió a vagar por las galerías subterráneas. No lo hizo ni cuando las aguas inundaron sus ricas galerías. Prefirió perder toda su fortuna y morir pobre a toparse nuevamente con el fantasma de la mina cerreña.