Los obreros del nivel 12 de la mina «El Dorado» del asiento minero de Goyllarisquizga, bajaron a trabajar a las once de la noche del sábado 19 de diciembre de 1964. Hacia las dos de la madrugada del domingo 20 habían avanzado notablemente su labor. De pronto se oyó un estallido seguido de un remezón espeluznante como si la tierra se estuviera hundiendo. En ese momento, Lutzgardo Yupari Vizurraga, el legendario arquero de todas las selecciones de Goyllar, operador de la central eléctrica y teléfonos, irradió la fatal noticia a todos los campamentos de la zona solicitando auxilio perentorio. Su voz plenamente conmovida despertó a todas las oficinas del centro.
En el club Sport Goyllar, vieja y legendaria institución, donde los socios habían amanecido libando unas copas y entonando dulces canciones del lugar, se sintieron sacudidos en sus asientos, con su secuela de copas y botellas rodando por los suelos. En ese momento, el nivel 12 de la mina «El Dorado», estaba convertido en un aterrador infierno. El fuego voraz alimentado por el gas metano y el polvo del carbón se extendió violentamente por toda la galería. Daba la impresión de que el mundo se acababa irremediablemente.
Presas de pánico indecible, los mineros todavía con vida trataron de ganar la salida. No lo consiguieron. Las negras galerías, sacudidas por la colosal explosión, se habían cerrado, una a una, iluminadas por las detonaciones en cadena del grisú que las habían convertido en estremecedora sepultura. Afuera, valerosamente, haciendo valer su liderazgo natural, Lutzgardo Yupari, arriesgando su vida, siguió colaborando con el valiente grupo de socorro. Completamente deshechos quedaban los cuerpos de 57 héroes del trabajo.
El día del sepelio -23 de diciembre de 1964, dos días antes de navidad- en un cortejo conmovedoramente patético e impresionante, todos los hombres y mujeres del pueblo estaban allí. Dirigentes de la Federación de Estudiantes de la UNDAC, estábamos también, solidarios, unidos con los obreros, como siempre. Antonio Torres Andrade, Luis Aguilar Cajahuamán, Antonio Arellano Martorell, Lolo Marcelo, César Pérez Arauco. Llevamos sobre nuestros hombros, hacia el cementerio del barrio Chapur, los 57 cadáveres de aquellos inolvidables héroes de la Minería.
El inmenso acompañamiento fúnebre a los mártires de «El Dorado» semejaba una gigante y negra cadena de dolor deslizándose reptante por entre los roquedales rumbo al cementerio. Delante iba un adusto sacerdote de capa negra acompañado por dos monaguillos que portaban una cruz. La guardia Civil escoltaba el cortejo en tanto las campanas de la iglesia doblaban tétricos, inundando de pena los campos mineros. Las nobles mujeres de riguroso luto, en un mar de llanto incontenible, con sus niños a sus espaldas, iban detrás de los negros ataúdes. Sólo las letras de sus nombres diferenciaban unos de otros. Punzantes palabras de dolor y de condena se escuchaban por doquier; tiernas y dolidas canciones en quechua, como agudas saetas de dolor, brotaban de los acongojados labios femeninos. Lloraban a sus hijos, a sus maridos, a sus hermanos, a sus padres…
Llegados al cementerio, todos cerraron filas en torno a las negras cajas mortuorias y los oradores, acongojados de dolor, condenaron la cruenta explotación y sacrificio sin límite de los héroes mineros. Todos escuchaban dolidos, silenciosos, desconsolados. Cuando hablé en nombre de los estudiantes, un silencio absoluto se observó en el cementerio. Tuve que hacer un acopio de todas mis fuerzas para contener el llanto que pugnaba por desbordarme los ojos. Cada palabra, cada gesto, cada expresión, fueron dictados por el más sincero y profundo dolor. Al finalizar estas palabras desgarradas retumbaron en el camposanto: “y les juro hermanos”, -dije- “que en cuanto aliente un halito de vida, haré conocer a los hombres de nuestra patria y a los niños de nuestro pueblo, la historia del perenne sacrificio de vuestras vidas y el inmenso holocausto en que habéis muerto…” Dios es testigo de que estoy cumpliendo mi promesa. Lo que vimos después, no lo olvidaremos jamás.
Las mujeres al borde de la locura, se aferraban a los féretros que guardaban a sus seres queridos mártires de «El Dorado», imploraban que las dejaran un momento más con ellas; muchas se desmayaron. Los cantos fúnebres en quechua, acentuaban el dolor de los presentes. Yo he visto a muchos hombres rudos y fuertes llorar, como a niños desesperados y tiernos; hombres legendarios que siempre y en cada recoveco de la mina, se jugaban enteros la vida. Cuando fue vencida la resistencia de las esposas y madres, una sola voz, quebrada por la emoción, comenzó a desgarrar, como nunca lo he vuelto a oír, las desconsoladas y quejumbrosas notas del “Cocha Coyllor”.
En ese marco dolorosamente lúgubre, sus compañeros de «El Dorado» fueron bajando uno a uno a sus fosas a estos inolvidables héroes del trabajo. Después, en sus tumbas no hubo toque de silencio, ni ascensos póstumos, ni condecoraciones, ni fanfarrias, ni nada. Solo el amargo y desconsolado llanto de viudas y huérfanos como doloroso epilogo de la tragedia. Por eso digo que nuestro pueblo es el PUEBLO MÁRTIR DEL PERÚ.
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esta foto mi abuela me la enseño porq el hermano de mi abuelo murió ahí y me trae mucha nostalgia porq esta historia me la contó mi abuela q también esta en esta foto con mi papa de pequeño.
Estoy con ustedes en el dolor, asi es el trabajo en las Minas pero fuerza para todo.