Después del alimento, es el vestido la más urgente necesidad que el hombre tiene que satisfacer para poder sobrevivir. El hombre -como dice Plinio- «es lanzado desnudo sobre la tierra desnuda».»A la vez de servirle de protección, el traje- afirma Séneca-también ha de servirle de adorno»
En el Cerro de Pasco donde las temperaturas llegan con suma facilidad a siete u ocho grados bajo cero a lo largo del año, donde las lluvias, granizadas, celliscas, heladas y nevazones, son una constante infatigable, el hombre ha tenido que adecuar su vestimenta para soportar estas inclemencias; de no hacerlo, será fácil víctima de enfermedades que en estas alturas de escasísimo oxígeno, son generalmente mortales. De allí que su preferencia esté dada por los tejidos gruesos de lana y, si son de vicuña, alpaca, guanaco, llama o carnero: miel sobre hojuelas. Una inacabable variedad de bufandas, guantes, gorros, abrigos, capotes, casacas, chamarras, pellizas y, fundamentalmente, ponchos y capas pluviales -generalmente oscuros para conservar el calor del cuerpo- atiborran el guardarropa cerreño. En el caso de las damas es de igual de exigente el vestuario. Sobre toda la ropa, las mujeres, se cubrían con unos pañolones de lana gruesa y abrigadora. Hubo un tiempo en que se utilizaba los llamados “Pañolones de Alaska” de una trama muy especial y tejidos de fina lana. La fábrica MARANGANÍ los hizo con tejidos hermosos, encrespados que cubría todo el cuerpo de la mujer y, cuando estaba en casa lo sujetaba con un “tickpe” (Prendedor) de plata a fin de dejar las manos libres.
Para que la lana no produzca escozor sobre la superficie de la piel, se usan piezas interiores de franela de fina urdiembre pero de resistente textura. Las medias de lana de varios hilos adecuan los pies a unos zapatos especiales de cuero remachado con clavos «de bomba» que evitan resbalar en la superficie mojada. La mayoría de los hombres que tienen activa labor en el campo, la ciudad o la mina, usan botas de cuero con guarniciones metálicas para la contención de los pasadores. Estos aditamentos, lo mantienen abrigado.
El guante merece comentario aparte. Pueblo tan frío como el nuestro, bien merece el uso de este accesorio. La variedad es enorme. Desde los de preville, cuero, gamuza y otros elementos elegantes que usan los pudientes hasta los de lana de alpaca, carnero o vicuña que usa el pueblo. Todos, sin embargo deben usar esta prenda para abrigarse las manos. De no ser así, el único auxilio que se alcanza es el de introducir las manos en los bolsillos del pantalón o la chaqueta. En cuanto a la bufanda, Enrique D’Agneseau, decía: “Desde la época en que el ser humano vivía en las cavernas, hasta nuestros días, el ropaje ha sufrido una serie de notables transformaciones. El frío y el calor eran los únicos árbitros de la moda, pero con el correr del tiempo se ha ido dejando cada vez más de lado el objeto primordial del ropaje, que es el de proteger el cuerpo contra las inclemencias del tiempo, para adaptarlo a las exigencias de la moda. Tal es el caso de la bufanda. Comenzó por ser un adminículo plebeyo, sin forma ni elegancia alguna; una simple banda más o menos ancha y hecha con diversidad de materiales, andando el tiempo mejoró de apariencia. Ahora hay bufandas para todas las ocasiones. De todas maneras, su uso en obligatorio en lugares donde el frío reina porque protege contra los vientos helados y ofrece confort y abrigo”. Sea como fuere -confeccionado de lana preferentemente por brindar el abrigo necesario para el usuario- su uso es obligatorio en el Cerro de Pasco.
Dentro de casa, como es natural, sobre las abrigadas medias de lana, se usaban calzados livianos, inclusive alpargatas como los vascos o zapatillas como los chinos, sin faltar las chinelas o chancletas forradas de lana. Ellos los mantenían cómodos y abrigados. Los sombreros eran generalmente de recio paño con alas más o menos amplias para protegerse de la lluvia; los más petulantes los llevaban «a la pedrada». Los que siempre han sido preferidos por los cerreños fueron los «chambergos», sombreros españoles de ala ancha que, además de cobertura, otorgaban prestancia y distinción a quienes los llevaban. Colocados sobre la oreja izquierda, el ala al cubrir parte del rostro, otorgaban prestancia y distinción. Más tarde, los italianos, franceses, ingleses y norteamericanos, trajeron el uso de sombreros de finísimo fieltro como los «Borsalino» y los «Stetson» que, cesada la lluvia, los doblaban como un pañuelo colocándolo en un bolsillo. Los españoles, durante las corridas de toros de postín, lucían finísimos sombreros sevillanos, cordobeses y calañeses. El uso del fino sombrero panameño de «Jipijapa», estaba destinado a los galanes chalanes cerreños que en las grandes celebraciones pueblerinas lucían toda su prestancia. Igualmente, mencionaremos a la «Sarita», denominado así en homenaje a la famosa actriz Sara Bernhart que, en su visita a la ciudad de Lima, lo usó con mucha elegancia en sus presentaciones. Quedó como moda de elegancia a partir de los veintes. Usando modelos españoles y europeos, adecuándolos a nuestra realidad, nuestros mayores lucieron rumbosos. Interiormente, los hombres usaban camisetas y calzoncillos de bayeta. La camisa de cuello alto era generalmente de lanilla de colores o gruesa franela de lana.
La vestimenta de los hombres más humildes del pueblo, generalmente de los llegados de las quebradas y valles pasqueños para trabajar en las minas, consistía en sombrero de lana, camiseta de bayeta, gruesa chompa y finalmente un chaleco; calzón de lana acampanada de cordellate o jerga negra, amplio con enormes faltriqueras, a los que lo usaban les llamaban «calzonazos». Los pies descalzos, pero los residentes en la ciudad minera los cubrían con unos mocasines que llamaban «Shucuyes». Confeccionados de cuero crudo de oveja se aseguraban con pasadores del mismo cuero que se anudaba de los tobillos y empeine. Para abrigarse los brazos usaban las «manguillas». Dentro de la mina, la ropa era de jerga muy gruesa y, en codos y rodillas, protectores de cuero de oveja que les servía para atenuar en algo la dureza del piso en su reptante avance dentro de las galerías.
“Hubo algo que me llamó la atención en el Cerro y fue el atuendo de los aborígenes e indios, los que con sus puntiagudos sombreros, hubieran podido equipararse a los tiroleses. Llevaban chaquetas cortas de paño negro, cortos pantalones hasta la rodilla, y a veces, hasta encima de ella; medias grises de lana que les cubre hasta la pantorrilla y a partir de los tobillos, y en vez de los pesados zapatos tiroleses de montaña, llenos de clavos, una especie de sandalias de cuero sin curtir que se sujetan por medio de correas del mismo cuerpo y que pasan por sobre los dedos y los talones, (Shucuyes) Muchos de ellos llevan también sombreros de fieltro, y si no fuese por el color café oscuro que tienen, se les podría tomar por buenas imitaciones de los tiroleses. No poco contribuye en ello el contorno conformado por nevadas sierras, que vienen a aumentar la alucinación. Es así cómo dos naciones, en dos distintas partes del mundo, sabiendo difícilmente algo una de otra, hayan escogido el mismo atuendo que está de acuerdo con sus necesidades; y si estos arrieros tostados por el sol, hubieran tenido en el brazo el inevitable paraguas tirolés el rojo o verde claro tejado para la lluvia, y el color de la piel sería un impedimento para confundirlos. Estos mozos desprecian el paraguas y, cuando llueve, el poncho que se ponen transforma rápidamente al tirolés en peruano». (GESTAEKER, Friedrich- VIAJE POR EL PERU-1973:71).
Como el folclore es un reflejo de lo que siente el pueblo, nos referimos a una danza que ha supervivido a través de los años: LA CHUNGUINADA. Caricatura satírica de la costumbre europea de divertirse mediante la danza pintoresca y acicalada. Como es fácil suponer, ésta es una imitación que hace el pueblo de la celebración de los europeos (españoles, franceses, vieneses, ingleses, croatas, húngaros…) manirrotos y, como es lógico también, tiene que haber nacido en un pueblo que fuera residencia de europeos ricos. ¿Dónde mejor que en el Cerro de Pasco? Bástenos contemplar la indumentaria de los danzantes, tanto hombres como mujeres, con sus jubones, calzones, sombreros, medias, zapatos, paraguas y, sobre todo, los adornos de plata y pedrería en las hombreras, las bandas y cuernos pulimentados donde guardan la bebida, con adornos de plata y pedrería en los hombres; las pecheras, los anacos, catas y faldellines bordados en oro, en las mujeres
Con referencia a la vestimenta de las mujeres -volviendo a nuestra descripción- por razones climatéricas y de adorno, usaban blancos sombreros de paja endurecidos con azufre al que se le colocaba una cinta negra terminada en listón rodeando la copa. (Esto, las mujeres del pueblo. Las extranjeras y las snobs que querían parecérseles usaban ropas extranjeras adquiridas en los bazares locales). El ala curva en casi toda la vuelta el sombrero terminaba en caída al frente para que la lluvia pudiera discurrir libremente y no se empozara. Respecto de nuestro vestuario femenino, en su libro, “La venas abiertas de América Latina”, Eduardo Galeano, afirma: “la actual vestimenta indígena fue impuesta por Carlos III, a fines del siglo XVIII. Los trajes femeninos que los españoles obligaron a usar a las indígenas eran calcados de los vestidos regionales de las labradoras extremeñas, andaluzas y vascas, y otro tanto ocurre con el peinado de las indias, -raya al medio-, impuesto por el Virrey Toledo, en el Perú”.
Calzado de dama cerreña fabricado de fino cordobán argentino. Tenía alta botonadura que cubría todo el empeine y unos tacos resistentes y fuertes que les permitía caminar por sobre la nieve, lluvias y lodazales formados sin ningún menoscabo. El paso del tiempo fue sepultándolo en el olvido cuando nuestras mujeres ya comenzaron a calzar modernas creaciones.
La cabellera ha sido considerada en todos los tiempos como un adorno muy preciado del cuerpo humano, objeto de exquisitos cuidados como remate del cuadro de la belleza femenina. Como en natural, la cerreña no podía ser la excepción. Ella peinaba sus cabellos con mucho esmero. Lo partía en dos con una raya al medio, de adelante hacia atrás, como lo había dispuesto Toledo en el siglo XVIII, eso sí, sin cubrir las orejitas finas que lucían siempre una artística variedad de aretes y arracadas -de oro y plata para las fiestas-; las grenchas laterales de sus cabellos, muy bien peinadas y asentadas y trenzadas con maestría asegurándolas al final con cintas oscuras, las mayores y, de colores, las jóvenes. Las que no usaban trenzas, juntaban sus cabellos en un moño que aseguraban con peinetas españolas. (En el Cerro, todas las familias contaban con peinetas que se heredaban de madres a hijas). A los costados de la cabeza, para fijar y adornar los cabellos, unos prendedores de fina plata orlada de pedrería. En todo caso, el cabello daba un marco precioso al bello rostro capulí de la cerreña.
Cubriendo el torso femenino, la camiseta de franela sobre la que iba la almilla de alto corpiño que adecuaba los senos, levantándolos, sobre el que se vestía la polka, una hermosa indumentaria de mangas largas y cierre a las espaldas muy ceñido al cuerpo y con aberturas laterales para que las madres pudieran extraer las mamas y dársela a sus críos. Este ropaje, generalmente austero, era sin embargo de seda de hermosos colores, con bordados de encaje, caprichosa pasamanería o llamativos abalorios, en las fiestas. Sobre la polka, la levísima «cata» de castilla fina y ribetes de seda. En la parte inferior bajo un delicado y largo calzón de bayeta que les cubría el vientre, las ingles, los glúteos y las piernas, estaba amarrado a la cintura y a la altura de los tobillos, ciñéndola completamente. Sobre el calzón, las medias de lana que le cubrían las piernas sirviendo de base para los zapatos de alta caña de tacos más o menos altos y largos pasadores. Para las fiestas, las medias eran de borlón o seda bordada y los zapatitos de fino cordobán argentino. Cubriendo el calzón, las enaguas y, sobre ellas, las polleras de castilla de colores con filetes de seda sobre las que iban las enaguas que para el tiempo de fiesta iban primorosamente bordadas. Sobre todo, el faldellín, festonado de cintas de colores. La cobertura final de esta indumentaria estaba constituida por el grueso pañolón de lana encrespada, denominado de “Alaska” que le 41cubría todo el talle hasta las corvas cuando estaba de paseo, cuando no, dentro de casa, lo sujetaba con un prendedor artístico denominado «tickpe» o prendedor de plata de artístico acabado.
Creemos necesario mencionar también la manera cómo las madres arropaban a sus niños. La pequeña vestimenta que iba en contacto con el cuerpecito era de franela para evitar el escozor, luego venían los pañales de bayeta. Para envolver al niño se le estiraba las manitas y piernecitas y se les mancornaba dejándolo inmóvil porque, las madres sostenían que las piernas les crecerían chuecas con malformaciones; la verdad era impedir que el crío pudiera descubrirse con el movimiento de sus manitas y piernecitas, en cuyo caso, era fijo que cogiera una pulmonía «galopante». Después de envolver al niño, recién la madre le daba la teta y tras hacerle botar el «chanchito» lo hacía dormir. La cabecita del párvulo debía tener en primer término una lana muy fina escarmenada sobre la «mollejita» y después el gorrito de franela, finalmente el de lana. Se trataba por todos los medios evitar su enfriamiento. Cuando un niño resultaba mocoso por lo cual era llamado “togro” era porque no se le había cubierto adecuadamente la cabecita. Una muñeca de pan, llamada «tantahuahua» que se vende para los primeros días de noviembre, nos pude ilustrar cómo quedaba el niño después de fajado. Para poner a sus espaldas, la madre usaba una resistente manta de colores.
Hubo un personaje muy especial en el Cerro de Pasco que durante el siglo XVIII alcanzó tal nombradía que, impresionado por su prestancia, audacia, desparpajo y habilidad ecuestre, el pintor y arqueólogo francés Leoncé Angrand, lo plasmó en sus lienzos y en sus apuntes a la pluma: EL MULERO.
Este era un hombre de rudeza proverbial con profundo sentido de la libertad. Jamás bajo ninguna condición por apremiante que fuera, la perdió para bajar a los socavones. Su vida era libre como los aires. Trashumante impenitente mercaba mulas y caballos para la carga y el transporte; pero, sobre todo su negocio redondo consistía en la venta de mulas para el trabajo minero. Generalmente era joven, hijo de dueños de minas o de comerciantes que proveían de bienes a los mineros -se les llamaban «aviadores» por el negocio de los avíos mineros-. Guitarrista, decidor, enamorado, inquieto; su «profesión» estaba como pensada para ellos puesto que servía para saciar su sed de aventuras.
Lo más notable de este bizarro jinete era su chambergo de amplias alas que les permitía, sin ningún menoscabo, resistir la fuerza de los granizos y trombas de agua; la nieve implacable, el viento silbante y envolvente o las agudas esquirlas de las heladas nocturnas y amanecientes. Tal su resistencia. Colocado sobre la cabeza, previamente sujeta con un gran pañuelo o una vincha para contener el pelambre rebelde y flotante, se ceñía con un barboquejo resistente anudado en el barbado y renegrido mentón o al cuello, si se lo ponía a las espaldas. Era peculiar este chambergo viajero, oscurecido por vientos, lluvias, heladas y distancias. El pañuelo, generalmente de colores atado al cuello, lo utilizaba cuando en el trayecto tenía que bregar con las polvaredas asfixiantes de los caminos.
Los pantalones de grueso casimir o «diablo fuerte», tenían rodilleras y entreperneras de cuero e iban sobre el calzoncillo de bayeta, sujeto con una gruesa correa de cuero de grandes hebillas que, no sólo servía para sujetar los pantalones, sino también para contener el “puñal” filudo, era arma y utensilio imprescindible en la vida del mulero. Mucho se semejaba al «Facón» gaucho. Las botas de media caña contenían el extremo de los pantalones y siempre llevaban las hermosas y tintineantes espuelas nazarenas de plata. El torso cubierto con camiseta de franela encima una camisa de bayeta o jerga sobre la que portaba una pelliza de cuero con interior de lana y fuertes botones de cuerno de toro. Adherida a la chaqueta, una cruz hecha con la «Palma de la Pasión» que el domingo de Ramos, se tejía para protegerlo de los rayos, truenos y tempestades. Sobre todas estas prendas, iba el poncho: Bandera de vida, tremolante de aventuras. Tejido en lana de vicuña, su abrigo era proverbial. A pie o sobre el caballo, el mulero cubría todo su cuerpo con este poncho. Para la lluvia llevaba un ligero poncho de hule impermeable que colocaba encima del de vicuña, evitando que la lana se mojara.
El correaje y montura de cuero portaban a un costado el lazo, el zumbador, enorme zurriago que hacía restallar en las soledades para la obediencia del muleraje. A esto se añadía el foete o fusta de cuero con incrustaciones metálicas.
El mulero cerreño había conseguido un mimetismo extraordinario con los gauchos del Plata, sus compañeros en la conducción de las mulas del norte argentino. Igual valor, igual independencia, igual sensibilidad. Sobre la grupa del caballo, una querendona vihuela para los momentos del alma y, al lado, la cantimplora para el agua de vida.