Hace muchísimos años, cuando funcionaba la Fundición de Barras de Plata en la Villa de Pasco, aparecieron unos hombres extrañamente misteriosos que fueron a afincarse a extramuros del pueblo. La vida que llevaban era ignorada por la gente. Sólo sabían que los últimos viernes de cada mes, a partir de la medianoche, estos enigmáticos personajes, emitían pavorosos gemidos que eran transportados por un viento silbante en tanto las luces de sus ventanas permanecían iluminadas hasta las primeras claridades del día siguiente: los brujos.
Estas personas que con nadie hablaban evitando compartir una sola palabra con cualquierta, bien pronto se ganaron el desprecio del pueblo.
La villa, siempre rebosante y trabajadora, pronto fue presa de extrañas enfermedades. Las mujeres se fueron hinchando paulatinamente de manera inexorable ante el estupor de sus maridos. Los niños, víctimas de diarreas y vómitos, parecían esqueletos transparentes. Los hombres, pálidos y ojerosos, habían perdido el apetito. Es decir, todo el poblado comenzaba a languidecer. Todo esto era inexplicable para las buenas gentes del lugar.
El problema se hizo más agudo cuando el gobernador de la villa cayó víctima de un extraño mal que consistía en periódicas convulsiones y fuertes dolores de cabeza. No podía pasar alimentos y, misteriosamente, la lengua le fue creciendo hasta sobrepasar la boca y llegar a colgarle hasta el pecho. Esto naturalmente le privó de la palabra.
Pasco, irremediablemente se iba al ocaso. Las pocas gentes que se habían librado de estos males, de la noche a la mañana, habían abandonado sus predios.
La muerte inminente de Pasco habría ocurrido de no pasar por este lugar un cura de Ninagaga que se interesó por el enigma. Piadoso, comprensivo y acucioso fue examinando caso por caso cada uno de los problemas y llegó a la conclusión que los males eran producto del maleficio del demonio traído por los brujos. Inmediatamente, hizo venir alguaciles armados y en compañía de ellos aprehendió a todos los sospechosos de la villa.
Entre los presos estuvieron los misteriosos personajes en número de tres que, castigados públicamente en la plaza y cuando las piras ardían para quemarlos, confesaron ser misioneros del diablo que valiéndose de sortilegios habían contaminado el agua del manantial del que bebía el pueblo. Su único fin era el de apoderarse de la villa para hacerla residencia de los seguidores del demonio y escenario de las satánicas misas negras. Con esta revelación y enviados al Santo Oficio de Lima, los brujos fueron ajusticiados.
Siguiendo las disposiciones eclesiásticas, el sacerdote exorcizó al pueblo y, con misas, novenas y procesiones a la Virgen de las Nieves, Pasco volvió a la normalidad. Con el fin de resguardar la villa, ordenó que se erigiera un monasterio donde fueron enclaustradas las madres nazarenas.
Desde entonces, el pueblo devoto, vivió bajo el amparo de Dios gracias a las venerables madres.