La leyenda de Huarmipuquio. En los albores de los tiempos, cuando por la inmensa meseta de Bombón comenzaran a pastar centenares de llamas, alpacas, guanacos, vicuñas… existía un grupo de hombres aguerridos e inteligentes de la tribu de los yauricochas que ya conocía el beneficio del oro y la plata que trabajaban a cielo abierto. Eran notabilísimos orfebres que transformaban con arte incomparable estos metales. Hacían maravillosas esculturas de hombres y animales de tamaño natural y confeccionaban múltiples joyas y adornos con incrustaciones de piedras preciosas como las sihuar (turquesas), umiñas (esmeraldas) y, traídas de lejanas comarcas, las churumamas, (perlas), para el aderezo de los vestidos del inca y la nobleza; vasos ceremoniales, máscaras, dijes, aretes y collares para el culto a Inti y otras divinidades. Todo esto enviado al Cusco desde el tiempo de Pachacutec, Inca que anexó a los yauricochas al Tahuantinsuyo.
Esta tribu estaba al mando de un diligente cacique que se solazaba del cariño y respeto de su gente. Era joven de talla regular y robustos músculos acerados que hacían su figura esbelta y vigorosa. Peinaba su larga cabellera que le llegaba hasta los hombros y la arreglaba con mucho aliño ciñéndola con un «llauto» de gruesas cintas de hilo de vicuña de fulgurantes matices, símbolo de su autoridad. Tenía la piel cetrina, amasada por el rigor de los vientos cordilleranos, el despiadado sol de las alturas y el frío riguroso de los crueles inviernos. Iba cubierto de gruesas ropas de lana de alpaca, con manguilla y pelliza de paco y “shucuyes” de suave cuero del mismo animal sujetos con amarras resistentes que, por suavidad y fortaleza era el calzado obligado en estos parajes. Su poncho, era prenda infaltable.
Era afable, sencillo, laborioso. Conocía como pocos a los animales que pastaba y rastreaba con maestría tarucas y venados como nadie. Por jalcas, desfiladeros, valles, quebradas, abismos e inhóspitas cumbres, con flechas, lanzas y macanas en ristre, corría tras la huella de la caza nutricia y pródiga. Sabía donde se escondían las vizcachas y como podía atrapar a los cernícalos carniceros. Su aguda inteligencia le permitía desempeñar con éxito el ejercicio del gobierno entre la gente de su tribu minera y ganadera. Gozaba de excelente memoria fortalecida con una sutil y bien administrada capacidad de observación.
Un día que el sol iluminaba el solitario panorama de estas tierras, salió de caza. Había avistado una manada de robustas tarucas dirigiéndose al este, hacia los valles abrigados de árboles olorosos, guiados por un ejemplar imponente de fuerte cornamenta. El hato avanzaba a paso lento triscando confiado la hierba verde y jugosa de la zona. Deseoso de cobrar la pieza más grande, disparó un flechazo, pero erró. La gigantesca taruca olfateando el peligro había esquivado el dardo y la saeta apenas si pudo rozarlo. Entonces, presas de espanto, los animales huyeron a campo traviesa. El cacique al advertir enormes gotas de sangre, decidió perseguir al herido.
Corrió mucho por un larguísimo trecho hasta que comenzó a sentir los estragos del cansancio. Sediento y agotado, divisó un primoroso paraje de húmedo y fragante verdor alimentado por un puquial de aguas cristalinas y transparentes. Se sintió feliz y muy alegre. Ansioso se inclinó a beber, y cuando estaba a punto de introducir sus manos para sacar el agua, quedó fascinado de emoción. Sobre la diáfana superficie de la fuente se veía nítidamente el hermoso rostro de una muchacha nativa. Su mirada tierna le hizo estremecer. Nunca había visto una mujer tan bella.
– ¿Tienes mucha sed? – Preguntó la beldad nativa. Al hablar con tono arrobador, sus carnosos labios dejaban ver sus blanquísimos y parejos dientes.
– Sí, tengo mucha sed, pero… me ha bastado mirarte para sentirme refrescado y satisfecho –la voz del joven cacique era débil y trémula por la emoción.
– ¡Me alegro! – Dijo ella mientras sonreía.
– Y tú tan tierna y tan bien parecida… ¿Quién eres?
– La fuente.
– ¡¿La fuente?!
– Sí. Los dioses me han condenado a vivir confinada en este lugar.
Largos y lustrosos cabellos negros aprisionados en dos trenzas encerraban el semblante encarnado de la turbadora aparición. Su cuerpo joven, sensual y majestuosamente proporcionado estaba cubierto en toda su mórbida extensión por un manto de lana escarlata llamado “acso” que, a la vez que la abrigaba, moldeaba su cuerpo angelical. El manto estaba sujeto por varias vueltas de una larga faja bordada de vivísimos colores. Encima, una clámide de albísima tersura con flores recamadas de admirables corolas; la lliclla, sujeta al cuello por un vistoso «tickpe» de plata.
– ¿Quiénes son tus padres preciosa doncella? –Interrogó el cacique.
– Mi padre es Libiac Cancharco, el trueno, y mi madre es Yanamarán, la lluvia…
– ¡Eres muy bella!… ¡Cásate conmigo!
– No puedo.
– ¿Por qué?…
– Ya te he dicho, soy la fuente. Estaré eternamente cautiva en este lugar…
– ¡Yo soy un cacique… ¡te liberaré!.
– No podrías…
– ¡Reuniré a todos mis hombres y con la ayuda de ellos guerrearemos contra tus carceleros!.
– No podrás. No hay fuerzas que puedan lograrlo. Nuestros dioses han determinado que yo viva en las claridades del agua, dando vida a los campos y a los animales…
– ¡Es que yo te quiero!
– Yo también…
– Entonces… ¡huyamos!….
– Me es imposible… soy la fuente.
– Si fueras mujer… ¿Te casarías conmigo?
– Sí, pero ahora no puedo. Pertenecemos a mundos diferentes.
El cacique lo comprendió todo con profundo dolor.
Desde aquella vez, diarias se hicieron sus visitas a la fuente. Por las tardes, cumplidas sus tareas del día, llegaba al lugar y pasaba largas horas en compañía de la bellísima mujer que le había aprisionado en ese sentimiento dulce e indefinible del que ya no pudo desligarse. Así pasaron los meses de sol, de nieve y de viento. Y al no poder lograr el amor de aquella mágica aparición, se tornó más nostálgico y taciturno.
Lentamente fue muriéndose de amor el jefe yauricocha.
Un día hallaron su cadáver a la orilla de la fuente en donde había brotado una hermosa flor encendida.
Aseguran que en este remanso que dieron en llamar Huarmipuquio (mujer manantial) ubicado en una verde depresión entre la Quinua y el Cerro de Pasco, cuando la luna irradia su palidez de gualda en las noches serenas, se ve a los jóvenes amantes emerger muy juntos y enamorados de las aguas cristalinas, libres de las ataduras terrenales.
Ellos viven su felicidad en las profundidades del puquial inagotable y hermoso.
Me encantò este relato de Warmipuquio, por muchas razones: su composiciòn de identidad autèntica, su dimensiòn regional y andina. Soy de Huariaca y encontrè propiedad puesto que estamos màas al sur de Cerro de Pasco vemos a los nevados y las lagunas como cabeceras de nuestras riquezas naturales y, sus dioses y divinidades son tambièn los nuestros. Vale. Pedro Lovatòn Sarco.
Me encantò este relato de Warmipuquio, por muchas razones: su composiciòn de identidad autèntica, su dimensiòn regional y andina. Soy de Huariaca y encontrè propiedad puesto que estamos màs al norte de Cerro de Pasco vemos a los nevados y las lagunas como cabeceras de nuestras riquezas naturales y, sus dioses y divinidades son tambièn los nuestros. Vale. Pedro Lovatòn Sarco.
Me gusto mucho el relato, muchas veces pasé por Huermipuquio, ahora todo esta mas claro.