Había llegado el luminoso mes de mayo a la aldea chaupihuaranguina de Mito. Hombres, mujeres y niños se aprestaban a iniciar la comunal tarea del barbecho para el sembrado de papas. Premunidos de herramientas iban entusiastas, conduciendo a sus animales con dirección a Osgopampa. Ya estaban para llegar a su destino, cuando un silbido agudo y profundo, quebró la dulce calma de la mañana. En ese instante los bueyes se detuvieron como paralizados por una fuerza desconocida; alzaron la cabeza emitiendo aterrorizados resoplidos, encabritándose enojados; los perros con los rabos entre las piernas, emitían lúgubres aullidos que dejaban entrever el terror cerval que sentían; los pájaros, se alejaron en bandadas, raudos, muy lejos del paraje.
– ¿Qué ha sido eso?. –preguntó una mujer, casi sin aliento.
– ¡Es el silbo del condenado!.- contestó un viejo campesino.
Un silencio sobrecogedor paralizó a los caminantes que se miraban unos a otros con el terror reflejado en el rostro.
No había pasado mucho tiempo, cuando nuevamente el chiflido demoníaco, más penetrante y cercano, hizo encabritar a los bueyes y gemir a los perros que, instintivamente, buscaron la cercanía de sus amos.
Guiados por el viejo campesino, las gentes huyeron despavoridas hasta llegar a Chinwanyoc, en donde, advirtieron con estupor que el malhadado condenado, había acortado la distancia hasta acercárseles peligrosamente. Aterrados, protegiendo a sus niños y mujeres, los hombres siguieron corriendo por los campos desolados. Detrás de ellos, el condenado gritando con una voz cavernosa a través de sus labios colgantes como piltrafas.
– ¡Shuaycalamay!… ¡Shuaycalamay! (¡Espérenme!).
Con el corazón encabritado, saliéndose por la boca, las sienes a punto de estallar, empapados de sudor y los pies cubiertos de sangrantes ampollas, los comuneros llegaron a Hualpucará donde lograron descansar poco tiempo, ya que el condenado trataba infructuosamente de cruzar las aguas del río Puyosh. Aprovechando la demora del infernal perseguidor, continuaron huyendo hasta llegar a Gachir. Ellos seguían confiados al conductor de aquella masa espantada, en la seguridad de que el anciano estaba seguro de lo que hacía. Siguieron escapando y llegaron primero a Lupanjirca, y haciendo acopio de sus últimas fuerzas, arribaron a Tacuanan; de allí, al pueblo.
En una demostración de gran valor y resistencia física, el anciano jefe subió al campanario de la iglesia donde vio que el condenado estaba muy cerca del pueblo. En un supremo esfuerzo, hizo doblar las campanas en un llamado apremiante para que los pobladores vinieran en su auxilio.
En tanto las campanas repican alarmadas el condenado entraba impetuoso en el pueblo. No había avanzado mucho por la calle principal, cuando tres gigantescos perros lo atacaron en una arremetida salvaje, sin cuartel. A cada dentellada de los irascibles canes, las carnes putrefactas del condenado se retaceaban en jirones nauseabundos; sin embargo, con una saña increíble, peleaba incansable con los furiosos animales.
Entretanto, todos los habitantes del pueblo que presenciaban la desigual batalla, armados con cuchillos, sogas azadones, hoces y garrotes, esperaban el resultado de la lucha.
Transcurrido un buen rato, uno de los perros cayó muerto con el cráneo destrozado de un zarpazo brutal del proscrito del cielo. Más tarde, cayó otro con las mandíbulas separadas y, cuando el tercero cayó con el cuello quebrado, los hombres arrojaron de todos lados certeros lazos que apresaron al espectro hediondo, cuyas carnes estaban regadas en gran parte del cruento escenario.
En poco tiempo lo maniataron en tanto protestaba iracundo, cuyas palabras no podían entender porque sus labios habían caído por completo y ahora era una visión de espanto y terror. Con prontitud asombrosa, los hombres hacinaron leña y formaron una pira donde colocaron al condenado y le encendieron fuego.
Después de un buen tiempo, en que las mujeres frenéticas atizaban la hoguera, el cuerpo del condenado quedó convertido en cenizas.
– ¡¡Ya no volverá –sentenció el anciano- el fuego, lo ha purificado y estoy seguro que nuestro Señor, lo habrá recibido a su lado, porque le hemos hecho pagar por todos sus pecados!
esta bonitro