Los montoneros cerreños de los albores de siglo XIX, no sólo traían mulas para vender y canciones creadas en los llanos para difundirlas, sino también, metidos en las casas como “Incógnitos” o “Mensajeros del Inca”, repartían proclamas, décimas y cantares: efectivos mensajes de libertad. Estaban hartos del dominio español y sus abusos. Acalladas las violas, referían admirados las correrías de los legendarios mártires del Plata en la Revolución de Mayo de 1810; José Gervasio Artigas, caudillo de la independencia uruguaya incorporado a la Revolución en Entre Ríos, al montonero López en Santa Fe; a Ibarra en Santiago del Estero y, en los llanos, a Juan Facundo Quiroga.
¡Hay que hacer otro tanto, aquí! – concluían emocionados.
Así fue. En poco tiempo los montoneros de estas alturas decidieron motu proprio, involucrarse en la guerra de la independencia como una lógica reacción a los abusos que cometían los realistas. Habían sido testigos de la crueldad contra los patriotas que, arrestados, eran ensartados del cuello con dogales de hierro, golpeados sin piedad, sometidos a ayunos crueles de pan y agua, humillados. Presenciaron los degüellos infames de hombres y mujeres patriotas; los perversos malones con los que se adueñaban del ganado del pueblo; robos execrables que habían inmovilizado los trabajos de las generosas minas de Pasco que ahora se encontraban paralizadas en todos los confines de su territorio. Decidieron atacar con la prontitud del rayo a las fuerzas realistas causándoles bajas y robándoles armamentos. Eran las partidas de guerrillas que adquirieron fama como “Montoneras”, conformadas por los hombres del pueblo. Las montoneras se constituyeron en base de voluntarios y donaciones de los pueblos de la zona, sin gravamen alguno para el estado.
Bajo el viento silbante del páramo pasqueño, iba la abigarrada multitud de montoneros de la patria precipitándose hacia delante, profiriendo alaridos espantosos; galopando en un confuso montón pardo que daba pavor, dejando polvaredas espectaculares que, como un grito, estremecía a los soldados enemigos. Unos calzaban botas granaderas, otros iban descalzos; unos llevaban gorros de piel, otros cascos; unos morriones y, otros amplios sombreros de lana de vicuña con barbijo. Algunos lucían pellizas granaderas encarnadas, arrancadas a los oficiales godos.
Todos, absolutamente todos, llevaban sus ponchos al hombro o atados a la cintura cual banderas revolucionarias. Los heridos de algún combate reciente mostraban desnudas sus heridas o mal cubiertas con sucios trapos sanguinolentos. Por armas llevaban terceroles, trabucos naranjeros, carabinas de chispas, machetes, enormes cuchillos, rejones, macanas, o garrotes de chonta o cuerno de ciervo; algunos agitaban en el aire, por encima de la cabeza, sus hachas de largo mango; otros sostenían sus sables con una mueca bestial entre los dientes, mientras con ambas manos, asían las riendas para avanzar más rápidamente entre el informe grupo.
Los montoneros marchaban tras sus comandantes entonando la “Canción de la Patria”. Increíbles desplazamientos por terrenos fragosos, accidentados, cortados por quebradas inaccesibles, senderos casi impracticables de cordilleras y altas regiones nevadas; con igual pericia bajaban a los llanos atravesando caudalosos ríos, desfiladeros, abismos y laderas. En sus avances, abrumados por el clima, acampaban al raso, se mantenían con alimentos mínimos “casi sin pan para el camino”. “Sólo el charquicán” que llevaban en sus morrales le calmaba el hambre. Practicaban una frugalidad ascética. Eso sí, lo que no debía faltarles nunca era la coca, “sin la cual no pueden subsistir”.
No portaban medicinas necesarias para el combate, sólo algunas hierbas o raíces para emplastos. No menos dramática era su vestimenta y sus armas. Vestían ponchos y pantalones de cordellate o jerga para soportar el frío inclemente de estas estepas; sus armas eran tan escasas como sus bastimentos que se agenciaban como mejor podían. Al comienzo de la lucha libertaria, se había fijado al Cerro de Pasco, como zona de concentración de fuerzas patrióticas.
Y aquella legendaria masa móvil, que a la distancia parecía bandada misteriosa de fantasmas, llegó a obtener merecido renombre en toda América Española. Criollos enfurecidos, mestizos invencibles, negros aguerridos, indios salvajes, montoneros experimentados. Infundían pánico en las filas realistas, y no hubo ejército español que osare desafiar la rapidez, el aguante y el salvajismo de aquellos hombres. Aparecían y desaparecían con la velocidad del rayo. Expertos jinetes cual centauros legendarios, se confundían en uno sólo, hombre y animal.
La lista de estos ilustres forjadores de la libertad, es enorme comenzando por sus jefes: Camilo Mier, Pascual Salguero, Manuel Vallejo y Custodio Álvarez, en el Cerro de Pasco; Cesáreo Sánchez, Hipólito Salcedo y Cipriano Delgado en Huariaca; José María Guzmán en la Villa de Pasco; Antonio Velásquez, en Pallanchacra; Pablo Álvarez, en Huachón; Ramón García Puga, José María Fresco y Joaquín Debausa, en Yanahuanca; Cipriano Fano, jefe del regimiento de Chaupihuaranga con sus partidas de Tápuc y Michivilca.
Durante los años de 1821, 1822 y 1823, la acción represiva, sanguinaria y cruel de los realistas, se hace sentir en el Cerro de Pasco. Se paralizan los trabajos mineros, se apoderan a sangre y fuego las joyas y demás propiedades de iglesias y particulares; asesinan y torturan despiadadamente; queman pueblos enteros como Huayllay, Pasco, Reyes, Carhuamayo, Ninacaca y el Cerro de Pasco. En esta ciudad apresaron al gobernador Antonio Tames al que torturaron, le cortaron la lengua y fusilaron sin juicio alguno. Fusilan al patriota Lorenzo Sánchez por repartir proclamas a pesar de que el pueblo ofreció generosos rescate por su vida. Pasan por las armas, el párroco Antonio de la Serna. Los motivos de la revuelta eran numerosos. Así, atacando aquí y allá, en montón; cayendo como ráfaga de hambrientos gavilanes sobre los realistas, les infligían serias pérdidas de hombres, animales y pertrechos.
Disipándose como nubes de agosto, en todas las direcciones para reunirse de nuevo, cayendo de improviso sobre los que duermen, arrebatándoles los caballos, matando a los rezagados o a las partidas de avanzada. Durante todos estos años, este abigarrado enjambre de caballerías recortaba el horizonte de Pasco. Pequeños, incansables, frugales, veloces, los caballos nativos, tordos, ruanos, bayos, gateados, alazanes, overos, zainos, moros, blancos, caretas, en variopinta diversidad, llevaron sobre sus lomos a los guerreros del pueblo, a los hombres que lucharon por la libertad y la dignidad de América. Hoy están olvidados. Fue heroica la acción constante tan principal y maravillosa, tan abnegada y decisiva con que estos héroes anónimos cooperaron al éxito de nuestra campaña libertadora. Pero, si bien se mostraban feroces en la guerra, jamás como los montoneros gauchos, feroces, brutales, hasta el cruel asesinato. La montonera de Artigas, por ejemplo, enchalecaba a sus enemigos; esto es, los cosía dentro de un retobo de cuero fresco y los dejaban así abandonados en los campos. Imaginemos la horrorosa muerte lenta que llegarían a tener.
El final de las hazañas de estos valientes se da en los campos de Junín y Ayacucho, cuyas victorias ayudaron a conquistar con su sangre generosa y la ofrenda de sus preciadas vidas. Fueron premiados con la medalla de plata en la que rezaba: “Soy de los vencedores de Pasco”, y el 1º de octubre de 1821, el Protector les otorgó, como a todos los oficiales y soldados de la Partida de Guerrillas, la benemérita “Medalla al Valor”.
Establecida la República, ejercieron cargos administrativos en el nuevo gobierno de nuestra patria. Custodio Álvarez fue alcalde de Tarma. En esta labor destacó el coronel Cipriano Delgado, quien anteriormente había desempeñado el cargo de Intendente del Cerro de Pasco, constituyéndose en esa oportunidad, en un activo patriota que organizó en esta región a las partidas para hostilizar al enemigo y contener, de algún modo, los desastres que continuamente cometían en esa circunscripción. Actuando como Comandante y Juez Político de Pasco, colaboró tesoneramente para que el Ejército Libertador contase con los recursos necesarios para su movilidad y marcha en toda la región pasqueña.
Estas historias levantan el velo tras del cual la historia conserva el legendario sacrificio de esos montoneros totalmente desconocidos, pero abnegados campeones de la independencia patria a quienes la gratitud nacional debe glorificar no menos que a los largamente recompensados auxiliares extranjeros que en el Perú batallaron por su propia causa.
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Hola, quería consultar si tienes datos de la pintura que se muestra en el artículo.