Hace muchísimos años, en los linderos de Chaupimarca y Yanacancha –camino a Pucayacu- por donde transitaban los viajeros que iban a Huánuco, había aparecido un espectro terrible que tenía atemorizado a los caminantes. Era un cura sin cabeza que deambulaba por la zona desplazándose por los aires a considerable velocidad. Todo era que descubriera a un transeúnte o un grupo de ellos cuando inmediatamente se aparejaba y deslizándose por los aires –como si volara- los acompañaba un buen trecho que al verlo se inmovilizaban de terror. Cuando estos quedaban atónitos, el cura cuya negra sotana ya estaba raída y desprendiéndose en flecos -no sabemos cómo- la emprendía a grandes puñadas, a manera de zarpazos desordenados y fieros, destrozando la cara y cuerpo de sus víctimas; cuando éstas, salvajemente desjarretadas yacían muertas, se alejaba emitiendo lúgubres ronquidos guturales.
Muy pronto, la zona dejó de ser transitada por los peregrinos. Los pocos que tuvieron la osadía de aventurarse, fueron desmontados de sus cabalgaduras y cuando aterrorizados huían a campo traviesa, se convertían en presa de las inmisericordes garras del cura asesino.
Un día que por razones de trabajo, un operario de los ingenios de Carmen Chico, tuvo que pasar por el fatídico lugar, apenas cerrada la noche, fue acometido por el cura sin cabeza que se ubicó a su altura. El hombre, al sentir la presencia del espectro, se armó de valor y cogiendo con todas sus fuerzas un crucifijo de plata que siempre llevaba consigo, comenzó a rezar, contrito, esperanzado y lleno de fe:
– Señor de los Señores. Rey de Reyes. Justo Juez Omnipotente que siempre reinas con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, líbrame como libraste a Jonás de la ballena. Estas grandes potencias, estas grandes reliquias y santa oración me sirvan para poder defenderme de todo; de los vivos y de los muertos; para sacar los entierros por difíciles que sean sin ser molestado por los espíritus o apariciones. Tú, Justo Juez que naciste en Jerusalén; que fuiste sacrificado en medio de dos judíos, permite ¡Oh señor!, que si vinieran mis enemigos –cuando sea perseguido- tengan ojos, no me vean; tengan boca no me hablen, tengan manos no me toquen, tengan piernas no me alcancen. Con las armas de San Jorge seré armado, con las llaves de San Pedro seré encerrado en la cueva del león, metido en el Arca de Noé para salvarme; con la leche de la virgen María seré rociado; con tu preciosísima sangre seré bautizado. El Santo Juez me ampare; la Virgen María me cubra con su manto y la Santísima Trinidad sea mi constante escudo. Amén”. –Al terminar la oración y armado de valor levantó la voz blandiendo el crucifijo y gritó:
– ¡¿De esta vida o de la otra?!… ¡Te ordeno que me lo digas! –al oír estas palabras, el cura sin cabeza que le rodeaba con sus conocidas intenciones cayó de rodillas empalmando sus manos como pidiendo perdón. Entonces el hombre comprendió que aquel era un cura condenado al que siguió hablando de esta suerte:
– ¡Comprendo que estás cumpliendo una condena. Pero como no puedes hablarme, sólo te ordeno que me señales el lugar donde tienes enterrado u oculto tu pecado!.
Al oír esta orden, nuevamente el cura se elevó y con las manos le indicó que le siguiera. El caminante, armado de valor siguió al espectro que llegando al cementerio colindante con la iglesia de Yanacancha, señaló un montículo semejante a una tumba. El hombre cavó en el sitio señalado y en lugar de un ataúd halló un cofre con monedas de oro, alhajas y otras joyas.
– Está bien dijo el hombre- mañana mismo te mandaré oficiar una misa en esta iglesia pidiéndole al señor que te perdone, porque entiendo que estos tesoros, son los que amasaste robándoles a los fieles y creyentes.
Al oír la promesa, el cura sin cabeza, se alejó como un globo, perdiéndose en la oscuridad de la noche. Nunca más molestó a los caminantes. El temerario obrero compró una mina, se hizo rico y vivió feliz el resto de sus días, gracias a su empeñoso valor.