Toda la trágica historia de la invasión de nuestro territorio comenzó cuando el Inca, Señor de estos imperios, fue prisionero de los invasores extranjeros. Su menosprecio y falta de previsión determinó que en la plaza de Cajamarca, en menos de una hora, cayera en manos de ciento sesenta y ocho astrosos aventureros que vencían fácilmente a su ejército imperial que había conquistado toda América del Sur. El ensordecedor estruendo de cañones, bombardas, falconetes y arcabuces con el acre humo de la pólvora, los inmovilizó; el aterrador relincho de desbocadas bestias de Apocalipsis retumbando sus cascos acerados sobre el empedrado, los espantó después.
Las bestias galopaban con los ojos como ascuas, belfos babeantes y crines al viento, llevándose por delante a sorprendidos guerreros nativos que nunca habían visto semejante prueba de poder. Los mandobles españoles seccionaban cuerpos nativos haciendo volar manos, brazos y cabezas en medio de incontenibles ríos de sangre. Muchos de los que huían aterrados tropezaban con sus intestinos. Los perros de presa, hambrientos y salvajes, de miradas de fuego y dentelladas de infierno, los retaceaban en medio de gritos de espanto que se confundían con el estrépito de trompetas, arcabuces, mosquetes y cañones. Aquello fue el infierno de una salvaje carnicería. Al final, el monarca cayó de su enjoyada litera de hombros de los soldados lucanas que lo cargaban. Estaba vencido. Todo fue rápido. En ese momento, sin haberlo previsto, aquellos haraposos españoles cambiaban la historia del mundo y el nombre del Perú recorría los confines del orbe.
Ya cautivo, se dio cuenta que tenía delante de él una cáfila de ambiciosos enceguecidos por el brillo metálico de sus joyas. En la suposición que satisfecho sus apetitos se marcharían como habían venido, les hizo un ofrecimiento fabuloso que llenó de asombro a los siglos. Llenaría una habitación con esculturas de tamaño natural, cántaros, ollas, ídolos, máscaras, tejuelos y otras piezas de oro; más dos habitaciones iguales, de plata, a cambio de su libertad. En la esperanza de que no sólo su promesa sino también un gesto de buena voluntad garantizaría su compromiso, ofreció a su propia hermana, la hermosa princesa, Quispe Sisa, de diecisiete años de edad, al jefe de los invasores. Pizarro no esperaba otra cosa. Primero la hizo bautizar con el nombre cristiano de Inés Huaylas y luego, la desposó. Él contaba cincuenta y cinco, ella, diecisiete años. Tuvieron dos hijos. La mayor, doña Francisca Pizarro Huaylas, llegó a ser famosa; el menor, murió.
La ordenanza para cumplir el pago del rescate se expandió por todos los confines del Tahuantinsuyo. De los más apartados lugares comenzaron a llegar a Cajamarca cargamentos de lo pactado. Con mano temblorosa el cronista Agustín de Zárate, registraba todo. Cada día llegaban cargas de treinta, cuarenta y cincuenta mil pesos de oro y algunas de sesenta mil. En el Cusco, arrancaron láminas de oro de las paredes del Templo del Sol y palacios incaicos, para enviarlas a Cajamarca. Cuando recibieron los cargamentos de la zona central del imperio, remitidos por el general Chalcuchimac, los españoles pelaron tamaños ojos para admirar el increíble abundamiento. Su arribo constituyó todo un espectáculo que los cronistas pintaron con inusitada admiración. Amarillentos papeles, todavía guardan aquellos testimonios.
Allí se iban las óptimas primicias de los socavones aurorales del Cerro de Pasco, constituyendo el más rico botín que conquistador alguno encontrara reunido jamás en ningún rincón de la tierra; ni los romanos en Europa, ni los árabes en España, ni los españoles en el Caribe, habían visto nada igual. Ídolos imponentes con miradas de ágata y rubí; collares de cuentas áureas enormes como guijarros, con aguamarinas, esmaltes y melanitas; zarcillos de caprichosos diseños trabajados en oro con montura de nácar, coral o venturina; camafeos de veleidosos berilos engastados en oro brillante; recias muñequeras con incrustaciones de pedrería; opulentas galas de prodigiosa orfebrería de albísima plata; piochas, dijes, prendedores, filigranas y aderezos de oro y plata; choclos y guacamayas, ajíes y lagartijas; mágicas mariposas –juguetes de niños incas- en oro casi transparente que rompiendo leyes físicas se desplazan volando por los aires con gráciles vaivenes; cántaros, máscaras, vasos e ídolos de oro; llamas, vicuñas, guanacos, tarucas, challwas, ranas y demás fauna doméstica, asombrosamente labrada en tamaño natural. Pero Pizarro –soldado burdo e ignorante- no era precisamente un admirador de obras de arte y, en uno de los mayores actos de vandalismo de todos los tiempos, – la codicia sobre la sensibilidad- ordenó a los indios “grandes plateros que fundían con nueve forjas” transformar todas esas joyas, en lingotes para el reparto. Felizmente, por extraño milagro, una ínfima cantidad que fue remitida al rey, fue salvada.
Según la crónica del sevillano, Francisco de Xerez: “aparte de los cántaros grandes y ollas de dos y tres arrobas, fueron enviadas al rey, una fuente de oro grande con sus caños corriendo agua; otra fuente donde hay muchas aves hechas de diversas maneras y hombres sacando agua de la fuente, todo hecho de oro; llamas con sus pastores de tamaño natural primorosamente trabajadas; un cóndor de plata que cabe en su cuerpo dos cántaros de agua; ollas de plata y de oro sólido en las que cabía una vaca despedazada; un ídolo del tamaño de un niño de cuatro años, de oro macizo; dos tambores de oro y dos costales de oro, que cabrá en cada uno dos fanegadas de trigo”. Pedro Sancho –reemplazante de Xerez en determinado momento- puntualiza que “sólo se fundieron piezas pequeñas y muy finas; que se contaron más de 500 planchas de oro de cuatro y cinco libras, hasta diez y doce libras, y que entre las joyas había una fuente de oro, toda muy sutilmente labrada, que era muy de ver, así por el artificio de su trabajo como por la finura con que fue hecha, y un asiento de oro muy fino –la tiara del inca o del sol- labrado en figura de escabel que pesó diez y ocho mil pesos”.
El escribano Xerez, hombre de confianza y secretario de Pizarro, en un informe al rey, le sigue diciendo maravillado: “El oro y la plata del inca que se hubo recogido del campo cajamarquino, en piezas monstruosas y platos grandes y pequeños y cántaros y ollas y braceros y copones grandes y otras piezas diversas, hacen un total de 80 mil pesos de oro y siete mil marcos de plata y 14 esmeraldas”. Atahualpa aseveraría más tarde que esas piezas conformaban sólo la vajilla de su servicio personal. El tesoro estuvo constituido por joyas y utensilios de oro y plata en un volumen ciclópeo. Un cálculo actualizado de un especialista dice que el tesoro de Atahualpa arrojaba la cantidad de 8,545 millones con 598.57 dólares americanos, suma que sobrepasa la deuda externa y el presupuesto anual de la República del Perú.
Al final quedó claramente establecido que de todo lo recibido en Cajamarca, el oro y la plata más cuantiosa y de insuperable calidad, era la enviada desde el centro del imperio, por Chalcuchimac. Es entonces que, deslumbrados, se echaron a averiguar el lugar exacto dónde estaba el manantial que proveía esta maravilla. Se enteraron que la traían de una dinámica ciudad incaica de treinta mil habitantes, generosa productora de alimentos, clima paradisíaco y paisaje edénico con aire limpio y puro. “El país de Jauja”, dijeron emocionados. Jauja, entonces, comenzó a resonar en sus ambiciosos cerebros, simbolizando “lugar afortunado donde todo es abundancia, prosperidad y riqueza”. La admiración de ese momento inicial fue tan notable que el marqués Francisco Pizarro funda ahí la capital del naciente imperio hispánico el 25 de abril de 1534, con el nombre de Santa Fe de Xatun Xauxa. En aquel momento suponían que allí se daban las pródigas riquezas metálicas que tanto ambicionaban. Estaban equivocados. En poco tiempo descubrirían la verdad.
Para convencerse el marqués envió por separado, dos comisiones al interior. Una, integrada por los capitanes, Pedro Martín Bueno, Pedro Hernando y Martín de Moguer; la otra, comandada por su hermano Hernando con un séquito escogido de soldados. Uno y otro contactarían con el general Chalcuchimac. Él sabría indicarles el lugar exacto donde se ubicaba el fabuloso filón que tantas grandezas proveía. Ése era el fin principal: conocer las minas que tenían aquella fabulosa producción y, apoderarse de ellas. Nada les interesaba más. La expedición la integraban catorce jinetes, tres nobles incas y, nueve peones. Entre los principales estaban, Hernando de Soto, Juan Pizarro de Orellana, Lucas Martínez Vegaso, Diego de Trujillo, Luis Mazza, Rodrigo de Chávez, Juan de Rojas Solís, el joven cronista Miguel de Estete; los nobles, hermanos del inca, Ancamarca Maita, Tito Maita Yupanqui y Cayo Inca; nueve peones de los mejor aderezados para la guerra. Después de bajar de Pachacamac por caminos difíciles y riesgosos, el 12 de marzo de 1533, llegan a Pumpo, en busca de Chalcuchimac.
Estando leguas más allá de Carhuamayo, tuvieron un revelador encuentro que así lo relata Estete: “Otro día miércoles por la mañana llegó el capitán Hernando Pizarro con su gente al pueblo de Pombo donde saliéronle a recibir todos los señores del pueblo y algunos capitanes de Atabalipa que estaban ahí con ciento cincuenta arrobas de oro entre cuyas cargas hallábanse ovejas y pastores del tamaño natural como los hay en estas tierras, todos hechos de oro”. “Todo esto lo traemos de allá arriba, de las alturas; de la alta tierra de las nieves, donde abunda” había dicho lacónicamente un negro corpulento, jefe de los arrieros, señalando el septentrión. Las miradas de inteligencia se cruzaron como rayos, las sonrisas de satisfacción iluminaron los rostros barbados debajo de las empolvadas armaduras y hacia allá partieron con la ambición galopándole en los pulsos.
Ensangrentaron sus espuelas desollando ijares de caballerías que con los ollares abiertos en angustioso apremio de oxígeno, belfos resecos y crines al viento, tragaron angustiosas distancias del soledoso panorama más alto del mundo; más de un caballo cayó muerto con los ojos inyectados, resoplando sangre. «Cuando llegamos a las alturas, una tempestad de nieve nos sorprendió, -narraba el cronista- Fue tanta su inclemencia que tuvimos que guarecernos en una caverna de donde no salimos sino pasados tres días y tres noches, agónicos de hambre, frío y cansancio». La narración finaliza diciendo: «Tenemos por cierto que, en esta elevada zona que llaman Yauricocha, abundan los metales preciosos y que de ella han sacado las cargas para pagar el rescate de su inca y señor».
Es más. El cronista relata también que, los plateros que abundaban por estos lugares, les solucionaron un difícil problema. Dice claramente: “Por el largo caminar por estas escabrosidades, en faltándoles herrajes a los caballos de Hernando Pizarro y Hernando de Soto y a los demás que eran treinta y uno de a caballo, los plateros nativos, con tan sólo verlos una sola vez, se las hicieron de plata y misteriosas aleaciones que sólo ellos conocen, con sus correspondientes clavos. Todas sus cabalgaduras se mantuvieron activas durante tres meses”. Fue suficiente. Esta crónica señalaba no solamente los dramáticos avatares de Hernando Pizarro y su comitiva sino que, como un libro de bitácora, indicaba a Yauricocha donde los alucinantes metales preciosos se daban en espectacular festival de abundancia. La noticia, conocida en todos los confines donde los españoles habían sentado sus reales, exacerbó los ánimos y encendió la chispa que explotó el torrente de ambición que a partir de esa fecha no conocería límites.
Las crónicas de Estete lo aseguraban y los comentarios de Hernando Pizarro los avalaban; hasta el trashumante cronista, Pedro Cieza de León, ponderaba admirado, la abundancia argentífera del lugar que más tarde sería el Cerro de Pasco, como lo hemos visto. Además de la abundosa tradición oral que hablaba de incontables cantidades de oro y plata en minas que sólo los naturales conocían, fueron numerosos y variados los documentos redactados por boquiabiertos españoles que ponderaban la abundancia en esta zona:
El visitante cronista Antonio Vásquez de Espinoza, decía: “Hay en esta zona, abundantes minas de plata y oro que sólo los indios conocen su ubicación teniéndola como más grande secreto”. Iñigo Ortiz de Zúñiga, visitador de aquellos tramontos, afirmaba: “Sacan de la dicha de la laguna de Yauricocha abundante oro y plata que no se sabe cuánto hay; también de Guarcaca y Vinchos sacan harta plata” (…)”Sacan desde Yauricocha el oro y la plata para tributar al inga sin que les quedase nada de ello. Todo lo que sacan se lo llevan al mismo Cusco convertidos en notables piezas de ídolos, animales y seres humanos, sin osar quedarse con nada, so graves penas. Aquí están aposentados los más grandes orfebres nunca antes conocidos”. Fue en ese instante que en el mapa de su quimérica geografía, prendieron el nombre de la zona deslumbrante como rutilante mariposa de ensueño. Estaban seguros -como había sucedido en España durante la Guerra de la Reconquista- entraría en vigencia el reparto de encomiendas en el Perú; no sólo como lote de tierras en pago al esfuerzo de los conquistadores, sino también como abastecimiento de hombres para el trabajo más todo el oro y la plata que poseían los indígenas, deduciendo de su valor, ¡eso sí!, el quinto real que pertenecía al soberano.
A partir de entonces, linajudos pretendientes con notables influencias familiares; gallardos capitanes con extraordinarias fojas de servicios; influyentes tonsurados de «sacrificada» sumisión a Dios y al Soberano, reclamaron para sí el dominio de estos dominios. Los españoles que no contaban con linaje ni prosapia, sin esperar mercedes que el rey pudiera otorgarles, siguiendo los dictados de su desmedida ambición y venciendo precarias bridas y frenos, se desbocaron para galopar incontenibles por las heladas comarcas donde no sólo las crónicas, sino misteriosos heraldos, habían anunciado la existencia de tesoros jamás igualados; ni siquiera soñados. Las fabulosas historias del Nuevo Mundo decían claramente que los mayores tesoros y sus consiguientes honores, se hallaban al alcance de la mano de los valientes, dispuestos a jugarse el pellejo para conseguirlos. Eso había hecho Colón y se encontró con un Nuevo Mundo o Hernán Cortés que se había adueñado del enorme imperio azteca. Filtrada la noticia de que al septentrión del lago Chincaycocha se encontraba el más grande depósito de oro y plata que jamás se soñara, arrebatados aventureros dirigieron sus pasos hacia el lugar. Solitarios, porque no querían compartir su hallazgo, avaros en sus desplazamientos, borrando el camino detrás de ellos, como el animal que borra la huella con la cola, avanzaban arrebatados.
Eran un punto apenas sobre la sabana interminable y aterida. Nada crece allí, ni un liquen ni una sabandija; todo es roca pelada, hielo, viento y soledad. Hasta las pulgas caían de sus cuerpos como diminutas semillas muertas. En estas estepas donde el silbante aire frío se enseñorea y la soledad campea en su formidable dimensión, el cateador, tirando de su cabalgadura con picos, palas, odres con agua, cobijas, aguardiente y magro yantar, iba con rumbo desconocido a donde su intuición lo llevara. Arriba, silenciosos, en bandadas expectantes, famélicos cóndores lo escoltaban, al acecho, volando interminables horas aprovechando las corrientes ascendentes de la alta cordillera, esperando que incursionara por las agrestes alturas, para atacarlo. Cuando lo veían trepar, raudos como avispas al ataque, uno tras otro, estrellaban contra el aventurero sus tres o cuatro metros de alas poderosas, como brazos colosales, tratando de despeñarlo. De suceder el percance, con una rapidez asombrosa, picos como guadañas y garras como lanzas, les quitarían la vida entre gritos que se tragaban las inmensidades deshabitadas.
Pocos se libraron de aquella amenaza
A otros aventureros tampoco les importó el frío inclemente que agarrotaba extenuados músculos, ni rayos ni truenos que encabritaba asustadas bestias; ni la nieve implacable que cayendo días y noches continuas, sepultaba caminos cambiando totalmente el paisaje de la tierra; ni las granizadas que castigaba a los caballos, contundiéndolos hasta la agonía del relincho. Nada. Ni siquiera ese aire helado que viniendo de todas partes impedía la visión de hombres y animales que ni sabían dónde se encontraban. Nada. Arremetidos por loca ambición, avanzaron por los interminables páramos donde suponían que finalmente hallarían el premio a su esfuerzo; tampoco les importó ese implacable sol serrano que, cayendo a plomo, ensombrecía rostros barbados con la ardiente quemazón de sus rayos que, al no encontrar oxígeno que los tamice, los convertía en un asador. La lucha fue implacable. Muchos cadáveres -monolitos de hielo- quedaron regados como mudos testigos de quiméricas ilusiones.
El acicate que los había impulsado a la desenfrenada búsqueda, fue la ley que rezaba: “España tiene título sobre las indias porque Jesucristo, jefe de la gente humana, luego San Pedro y, finalmente el Papa, dieron las tierras nuevas a los reyes”. Es más, se sabían de memoria las Leyes de Indias, firmadas por el Rey de España, que proclamaba: “Todos los minerales son de propiedad de Su Majestad y derechos realengos por leyes y costumbres, y así lo da y concede a sus vasallos y súbditos, donde quiera que lo descubrieran”. ¿Para qué más?. Ellos eran vasallos del rey y estaban autorizados a encontrar las vetas que sacándolos de la pobreza, colmarían sus ambiciones.
Mientras ávidos aventureros buscaban los fantásticos pozos de riqueza, en el plano legal, durante quince años, agotadoras gestiones, petitorios, reclamaciones e invocaciones, estuvieron subiendo y bajando en la balanza de méritos, los nombres de Martín de Alcántara, Lorenzo Aldana, Fernán Gómez de Caravantes, Rodrigo Mazuelas, Alonso Riquelme, Lorenzo Estupiñán, Francisco de Espinoza, García Sánchez de la Hoz. Al final, los excepcionales méritos del hombre que, conjuntamente con Ruiz Díaz y Alonso Martín de don Benito, había elegido los terrenos del cacique Taulichusco para sentar la nueva capital del Perú, inclinaron la balanza en su favor. El primero de setiembre de 1548, don Pedro de la Gasca, extendía la Provisión Real en favor del conquistador sevillano, Joan Tello de Sotomayor, esposo de doña Catalina Riquelme, hija del tesorero Juan Riquelme, concediéndole los repartimientos correspondientes de Chincaycocha y sus contornos. Sabían que allí cerca dormía el fabuloso depósito de tesoros inimaginables.
En la provisión decía: “Yo el Licenciado Pedro De la Gasca, del Consejo de Su Majestad, encomiendo en vos, el dicho Joan Tello de Sotomayor, con sus principales pueblos e indios de Chinchaycocha y alrededores, mandando cumplan los tributos en la forma y orden que sigue: Primeramente recibiréis vos, del caciques e indios de dicho pueblo, en cada año, setecientos pesos de oro a cuatrocientos y cincuenta maravedís cada uno, puesto de seis en seis meses los trescientos y cincuenta de ellos en casa del encomendero, la mitad en oro y la mitad en plata. Item daréis en cada año trescientas cargas de maca, cada carga de media hanegada y cien cargas de papas, cada carga de la misma medida, puesta la mitad en el tambo de vuestro valle y la otra mitad en casa del encomendero…”. Y para el clérigo o religioso que los deberá instruir, cada semana, una carga de papas y otra de maca”.